Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s´est échappé, 1956), una de las cimas indiscutibles del cine francés de todos los tiempos, cuyo tardío estreno en nuestro país a través de la vieja y añorada Federación de Cine Clubs del Estado español supuso, para muchos aficionados, la primera toma de contacto con el singular universo espiritual de Robert Bresson (Auvergne, 1907/París, 1999). Hoy, casi cinco lustros después de su presentación, y sometido durante décadas al más injusto de los olvidos, vuelve al mercado nacional en todo su esplendor tras una meticulosa restauración, de la mano de una de las escasas distribuidoras nacionales que conservan aún intacta su devoción por el cine de autor con mayúscula y que, haciendo honor a su nombre, continúa, contra corriente, engrosando su nutrido catálogo de obras maestras con títulos que apresan la sensibilidad de cualquier espectador exigente.

Su desaparición, hace dieciséis años, a escasos años de cumplir su centenario, no por esperada resultó menos sentida para la extensa pléyade de admiradores que, durante décadas, le rendimos merecido culto, pese a la paralización profesional a la que se vio forzado desde 1983 merced a la implacable negativa de las agencias aseguradoras a garantizarle su cobertura por lo avanzado de su edad. Ignoramos lo que hizo en tan prolongado periodo de inactividad profesional aunque hay quien asegura que se pasaba las horas muertas en su casa de Puy de Dôme pergeñando proyectos cinematográficos que esperaba, pese a todo, materializar algún día mientras seguía alimentando ocasionalmente su vieja pasión por la pintura.

Sea como fuere, la figura de Bresson, consagrada por los artífices de la nouvelle vague como uno de los máximos inspiradores de su explosivo movimiento, seguirá resistiendo el paso del tiempo y su obra, escasa aunque inconmensurable, continuará sorprendiendo a generaciones venideras gracias a su inmarchitable poder de seducción y a la asombrosa vigencia que conservan sus atinadas reflexiones acerca de la trascendencia espiritual del hombre y de la necesidad que éste tiene de reencontrarse a sí mismo lejos de la órbita consumista que lo cosifica, lo banaliza y lo empequeñece. Marguerite Duras, muy cercana a los postulados estéticos y morales de la nueva ola, lo consagró sin ambages: «Lo que los hombres hacían hasta ahora en poesía, en literatura, Bresson lo ha hecho, multiplicado por cien, con el cine. Su capacidad en este sentido era descomunal».

Jean Cocteau, quien colabora- ría con él escribiendo los formidables diálogos de Les dames du bois du Bologne (1944), no tuvo empacho en reconocer que se trataba de «un punto y aparte en este terrible oficio de hacer películas», un autor con su propia visión del mundo que se situó, por derecho propio, junto a otras eminencias francesas como Jean Renoir, Marcel Carné, Abel Gance, Alexandre Astruc, Max Ophuls y Jean Vigo o, si me apuran, algún peldaño más arriba que estos incuestionables maestros por cuanto tiene el cine de Bresson de riesgo, de libertad y de independencia frente a los encorsetados hábitos estéticos que imperaban en el cine galo del momento. Convendría asimismo precisar que la nouvelle vague aún tardaría algunos años en llegar a las pantallas y a ser canonizada como la suprema expresión de la modernidad cinematográfica de su tiempo. Pero lo que queda fuera de toda discusión es la importante huella que dejó entre los grandes popes de aquella corriente cinematográfica, los Godard, los Eustache, los Truffaut, los Malle, los Astruc, los Rohmer€

Depuró como nadie el lenguaje cinematográfico, especialmente en películas como la que hoy nos inspira este artículo, Pickpocket (1959) y Le pròces de Jeanne d´Arc (1962), tres paradigmas de su proverbial destreza en el manejo del montaje y en el uso de la imagen como instrumento de penetración poética en la realidad, sirviéndose de él para explorar las zonas menos perceptibles del comportamiento humano, aquellas donde el hombre se enfrenta a su propia conciencia sin coartadas morales ni autoengaños. Mediante el empleo indiscriminado de un estilo riguroso y austero a través del cual extremaba su arraigada concepción ética de la existencia humana, Bresson supo mostrar siempre su enorme capacidad para despertar emociones, y sin que éstas interfieran en modo alguno en el espíritu distanciador, cuasi didáctico, de sus ascéticos discursos, al tiempo que experimentaba con formas visuales y sonoras que sedujeron rápidamente a un mundo demasiado sujeto a criterios narrativos de clara inspiración literaria o, en el mejor de los casos, anclados en servidumbres narrativas heredadas del mejor cine hollywoodiense.

Realzó la imagen del modelo sobre la del actor porque en sus películas el primer arquetipo «estaba», según sus propias palabras, «a salvo de toda obligación con respecto al arte dramático», de ahí que sus intérpretes se esforzaran continuamente en hacer abstracción de su oficio, mientras que el actor, en el sentido tradicional que se le da a este oficio en Hollywood, constituía un serio obstáculo para sus propósitos. Por eso, en sus películas, salvo en Les dames du bois de Boulogne y en Les anges du péché (1943), protagonizadas por Maria Casares y Reneé Faure, respectivamente, siempre rehusaba utilizar intérpretes profesionales, caras fácilmente reconocibles, encontrando en los rostros anónimos de sus protagonistas la materia básica para sus complejas meditaciones acerca de la redención del hombre en un mundo constantemente cercado por el materialismo más castrante y envilecedor.

Creador de hondo sentido religioso, llevaría a las pantallas textos de reputados escritores católicos como Brückberger, Devigny o Bernanos con una fidelidad y una coherencia admirables, a pesar de tratarse de tres escritores continuamente espoleados por los sectores más izquierdistas de la clase intelectual francesa. Su magistral aunque escueta filmografía -quince largometrajes y un mediometraje en casi cincuenta años de carrera profesional-- ha pasado a la historia del cine como el ejemplo de un pensamiento libre e insobornable que lo emparentaba irremisiblemente con otros genios cinematográficos de marcada tendencia al misticismo que, como Dreyer o Bergman, también lograron elevar los conflictos morales del hombre contemporáneo a categorías tan trascendentales, coherentes y complejas como abiertamente reveladoras.

Tentación

Pero, a diferencia de sus ilustres colegas, Bresson, cuyo alejamiento del cine convencional venía aparejado a un aislamiento personal de la vida social, no sucumbió jamás a la por otra parte irresistible tentación de emplear una escritura fílmica tradicional, pues la suya era una visión absolutamente subjetiva de la realidad y, como tal, su empeño como metteur en scéne se centraba en ofrecer una rigurosa recreación visual de sus propias obsesiones, estuvieran o no de acuerdo con las corrientes estéticas del momento.

De ahí que, ante la perplejidad de muchos, fuera objeto a menudo de las iras de determinados sectores de la crítica, sobre todo los que mantenían una inflexible orientación marxista, empeñados en negarle el pan y la sal por su «empecinado propósito» en indagar bajo los pliegues del misticismo y no abrir su mirada hacia horizontes más materialistas y tangibles cuando, en realidad, sus películas, incluidas las más crípticas, abstractas y escurridizas, mostraban una invariable tendencia a la implicación moral del espectador, aún desde convicciones ideológicas que no siempre eran plenamente compartidas por el público. Bresson fue, por encima de todo, un humanista que invirtió todo su esfuerzo autoral en alertar al hombre y a la sociedad sobre el deterioro que pueden sufrir las conciencias si a éstas se las despoja de sus más elementales esencias.