No es nada nuevo señalar el toque que la OFM tiene hacia determinado repertorio en el que siempre que puede aprovecha para su propio lucimiento. Tal es así que en ocasiones observamos que la figura de la batuta, al frente del conjunto, cobra un papel secundario cuando no prescindible. La novedad quizás se sitúa en el plano de colaboración entre director y conjunto para ofrecernos un programa solvente y de considerable calado como el escuchado este pasado fin de semana. A estos ingredientes debemos añadir un auditorio que llenó el aforo del Cervantes convirtiendo la velada en idílica. Muchos de nosotros, seríamos capaces de renunciar a otros horizontes del repertorio con tal de encontrarnos con el teatro lleno en los abonos.

En un sentido u otro, el concierto pasado fue una apuesta segura acompañado -eso sí- del buen trabajo ofrecido por los profesores y el maestro Eduard Topchjan. El joven director armenio nos dejó una grata impresión tanto por su seguridad en la batuta como por la influencia en la emisión de la OFM. Si Korsakov estuvo más cercano a la explosión del color orquestal y los efectos al servicio de la narración, Tchaikovsky supuso el íntimo encuentro con el músico al final de un camino donde lo personal y lo artístico se confunden o confluyen en el plano orquestal.

Uno de los pilares del Grupo de los Cinco y alumno también de Tchaikovsky, Rimski-Korsakov es el más prolijo compositor del Grupo y conocido gracias a sus poemas sinfónicos, de los que sobresale Shéhérazade, el más divulgado y cuajado en la sala de concierto y el estudio de grabación. Organizado en cuatro cuadros, el maestro Topchjan puso de relieve el fuerte carácter contrastante que define la página sobre unos tiempos ágiles que contribuyeron a dar más solidez a la lectura hecha por la OFM. Andrea Sestakova, concertino de la Filarmónica, encabezó el grupo de solistas intervinientes, siendo su violín el hilo conductor de la obra.

De la interpretación de Shéhérazade destacaríamos, por un lado, el juego de bronces de la orquesta, sin olvidar las maderas, ambas cuerdas llevaría buena parte del esfuerzo de todo el programa en la primera y segunda parte del concierto; y, por otro, ciertos momentos en los que la tensión dramática se vería seriamente afectada por la rigidez de la emisión de los violines, algo faltos de cuerpo y densidad.

La Sexta de Tchaikovsky es el ejemplo más claro de esa idea en la que venimos ahondando. A fuerza de interpretación, la interiorización que de ella hacen los profesores de la Filarmónica es toda una experiencia para el oyente. El adagio lamentoso conclusivo sencillamente resultó soberbio, una experiencia interior, difícilmente repetible. Escrita en mi menor, la Sexta Sinfonía cierra un tríptico sinfónico donde la figura del destino articula un discurso que evoluciona artística y conceptualmente hasta esta página, la más íntima y personal de su autor. Al igual que la Quinta Sinfonía, un ambiente sombrío protagoniza el adagio inicial en claro contraste con el tiempo de vals del allegro con gracia del segundo tiempo y un contundente e incisivo molto vivace. Un largo silencio, no escrito, tras las últimas notas de una orquesta que se desvanece en el cuarto movimiento pusieron el punto y final a uno de los conciertos más personales que hemos oído nunca a la OFM.