A pesar del sol Mediterráneo de estos días ya se vivía una jornada invernal de resaca de un festival que nos ha llenado la ciudad de jazz. Desde el mediodía en el centro, las tardes en Pedregalejo, las noches del teatro y las madrugadas del mercado o las jams sessions. El día del cierre del certamen a la mañana se swingó y se bailó en el encuentro andaluz de lindy-hop en el Muelle Uno y luego, cada mochuelo a su olivo, aunque algunos aguantamos la tarde para ir al último concierto programado en el Echegaray a cargo de Dayna Kurtz y Robert Maché.

Una pequeña mesa con dos copas de vino separaba a los artistas y sus respectivas guitarras; un repertorio medio previsto que fue cambiando al compás de las apetencias de la potente cantante. Casi dos horas de concierto que cautivaron al público a pesar de la homogeneidad de los temas, o, quizás por eso mismo: tarde de domingo, canciones de corte suave en un inglés asequible para entender las historias de amores en sueños, paseos por las estaciones, pataletas a la muerte o rabias contra las, aún recientes guerras en las que ha participado en país oriundo de los artistas. Y ya se cantaba folk contra Vietnam en el 68, y parece que el discurso sigue vigente para más mal que bien. Alusiones al blues, a la ciudad de New Orleans, al country o las armonías irlandesas, un material ha influenciado en el jazz tanto como los ritmos afroamericanos. Si el concierto de Esperanza Spalding era una sublimación de en clave de R&B, aquí se aludió a buena parte del magma de esta música: la parte blanca del mejunje multicolor.

Dayna nos iba preludiando las canciones con un simpático discurso mientras afinaba la guitarra una y otra vez, lo que ocupó un buen tercio del total del concierto y lo hizo más familiar. Entre afinación y charla, las canciones. Perfectamente interpretadas con su sugerente voz que se tomaba su tiempo para acometer cada parte de la historia. Robert alternaba la rockera Telecaster con la folclórica mandolina, y cuando cantó, empastaba con la voz principal de forma que casi no se le oía: el dúo tiene tablas de sobra y el repertorio lo tenían por la mano. Silencio paciente de un público que los acogió con ese cariño de las resacas de fin de semana.

Con un poco de envidia por sus copas de vino fuimos asistiendo a las canciones de su último disco, nos recordaron la reciente muerte en España de Louis Toussant, alabaron nuestras tierras como fuente de inspiración y, cuando se acabó el vino, se acabó el recital. O casi. Fábula y augurio, consiguieron una copa más para propinarnos una última canción ante de atender amablemente a los compradores de su disco en el hall del teatro. Allí nos fuimos diluyendo hacia nuestros olivos, a macerar en la memoria las músicas que ya fueron y nunca más serán. Como la vida, la música sin conservantes es en directo. Sigan atentos para cogerla al vuelo y déjense llevar, nunca se sabe: la paz en Vietnam, los ojos de la infancia o incluso hacer que París vuelva a ser una fiesta. Todo esto cabe en el tiempo ese sin relojes, ese de la música; así que, al que esto lea, mis deseos de ¡salud y música!