Desapareció como la bruma. Como la efervescencia de un reflejo fugaz en las entrañas del agua. El fulgor de una sombra en el vacío. El brillo polifónico de un fantasma cascabeleando en el aire.

Arthur Cravan (1887-1918) fue un exceso. Un imposible. Un cráter imparable de golpes y versos. Un nómada inasible. Un histriónico voraz, inabarcable, misterioso. Un gigante que fascinaba y escandalizaba al mismo tiempo.

«He llorado tanto que he pensado en enviarte un frasco de lágrimas para que mandaras analizarlo y comprobaras que solo contenía lágrimas. ¡Cuando te digo que tengo ideas de loco! Date prisa si quieres salvarme», dice el poeta y boxeador suizo en Cartas de amor a Mina Loy (Editorial Periférica).

Excesivamente moderna y guapa, la pintora y actriz Mina Loy fue su último amor. Ella lo esperaba embarazada en Buenos Aires, cuando el poeta y boxeador suizo se embarcó en Veracruz camino de la capital argentina. Nunca llegó a su destino. Se disolvió en la brisa yodada del Golfo de México. Sus casi dos metros se evaporaron de golpe. Y disparó así su leyenda. Hasta hoy nadie sabe bien lo que ocurrió con aquel excéntrico grandullón, que había nacido en Lausana y que había llegado a París a finales de la primera década del siglo XX. Nadie sabe si murió ahogado o, como luego dijeron, en alguna reyerta. «La primera condición de un poeta es saber nadar», había dicho alguna vez.

Era 1918. El año anterior, Cravan se había vaciado por escrito. Durante un viaje que le llevó por distintos puntos de Estados Unidos y Canadá, con el que quiso huir de la guerra o, más bien, de sí mismo, escribió encendidas cartas de amor a Mina, unas misivas tan exageradas que, al leerlas hoy, generan alguna que otra sonrisa: «Olvidaba decirte que te he amado tanto con la razón como con el corazón, lo que significa que podré amarte cuando tengas canas y estés arrugada. ¿He dicho que adoraré tus canas? Echo atrozmente de menos tu hermosa inteligencia». O cuando escribe: «Tu has sido mi único amor; el resto sólo han sido amoríos. Tú has sido la única depositaria de mi gran virginidad. Te amo en estos momentos de una manera inimaginable y, como esto no es posible, no puedo ser así».

Si se emprende una detallada anatomía de la vida e inexistente obra de Arthur Cravan, su lío amoroso con Mina Loy es una simple anécdota. Y eso, que además de rayar el estruendo lingüístico en sus cartas, Cravan le miente en la distancia, cuando le pide que viaje hacia México para reunirse con él porque sus padres no le permiten salir del país, cuando en verdad sus progenitores nunca habían pisado territorio mexicano.

«Tienes que venir a reunirte aquí conmigo o no respondo ya de mí. Tendría que haber salido para España, pero tengo miedo de que interpretes ese viaje como un alejamiento. Escucha, mi inmenso amor, si sigo siendo el ángel de tu corazón, deberías partir en cuanto recibas esta carta. En cuanto a mí, mis padres no permitirán que deje México», señalaba Arthur Cravan, que en verdad se llamaba Fabian Avenarius Lloyd. Aunque no pueda afirmarse con certeza, el poeta pudo haber adquirido aquel seudónimo en homenaje a Arthur Rimbaud, vate precoz que con 21 años había abandonado las letras y se había marchado a desafiar a la vida y al amor, con un Paul Verlaine que se le quedó tallado en el cuerpo como una cicatriz, como un murmullo hiriente.

Sobrino de Wilde

Cravan había sentido desde siempre una atracción por su tío Oscar Wilde. La hermana de su padre, Constance Mary Lloyd, había contraído matrimonio con el escritor irlandés en 1884, al que había conocido en una fiesta en Londres cinco años antes. Wilde se convertiría en un tabú para la familia, sobre todo cuando el autor de El retrato de Dorian Gray entró en la cárcel por «grave indecencia».

El padre de Cravan había abandonado a su madre cuando el poeta tenía sólo tres meses. Quizá fue por eso por lo que Cravan, en otro gesto provocativo, adoptó a Wilde como padre más que como tío político.

De hecho, cuando el irlandés llevaba 13 años muerto, Cravan lo resucita en su revista Maintenant. En el número 3 de esta publicación -solamente llegó a editar cinco- titulaba: ¡Oscar Wilde está vivo! En el texto relataba una conversación que había tenido con su tío, donde el escritor le hablaba de sus últimos escritos poéticos y teatrales, sobre la literatura y otros aspectos que Cravan revistió de verosimilitud.

«Wilde, que comparece bajo el nombre de Sébastien Melmoth (el que adoptó al instalarse en París en 1897, tras salir de la cárcel), es descrito con crueldad como un anciano de barba y cabellos blancos, labios exangües y dentadura podrida y escrofulosa; no para de reír en toda la entrevista», afirmaba Vicente Molina Foix en su artículo Las vidas misteriosas de Cravan.

El poeta y boxeador escribía, editaba y vendía, con una carretilla de mano o un carrito, su revista por las calles de París o también en el hipódromo de la ciudad. Su estilo era inconfundible: camisa por fuera, zapatos de varios colores, tatuajes... Antes de comenzar esta andadura periodística y para dar a conocer la cabecera, se le había ocurrido para el primer número propalar que había muerto y conseguir publicidad gratuita. «Así tendremos todas las redacciones pendientes y designaremos algo así como un comité para la publicación de mis obras póstumas», asegura su principal biógrafa, María Lluïsa Borrás, en el libro que dedicó a Arthur Cravan, unas palabras que el poeta escribiría en una carta enviada a su madre.

Todos los textos venían firmados con pseudónimos, haciendo gala de la multiplicidad que definió siempre a su figura. Allí dijo de Apollinaire: «Con el fin de evitar malentendidos futuros, deseo añadir que dicho señor tiene una gran barriga, que su aspecto exterior se acerca más al de un rinoceronte que al de una jirafa (...)».

El boxeo

Uno de los momentos estelares en la vida de Arthur fue el combate boxístico que mantuvo con el campeón del mundo Jack Johnson. El boxeo había estado siempre muy presente en cada uno de los pasos que había dado por el mundo. A esta pelea, Cravan se presentó como Campeón de Europa. 35.000 personas acudieron a verle en la Monumental de Barcelona. La noche anterior, en Las Ramblas, ambos boxeadores se habían encontrado y se habían golpeado por cuestiones de dinero. El poeta no dejaban nunca pasar la oportunidad de ganarlo.

Johnson podría haber acabado con Cravan en el primer asalto (véase el documental Cravan vs Cravan, de Isaki Lacuesta) pero lo alargó hasta el sexto. Al término del combate, la gente se sintió estafada. Los periódicos ridiculizaron a Cravan. Aquello fue un puro engaño.

Cravan puede incluirse, por tanto, en la nómina de esos escritores que además boxeaban, como Mailer o Hemingway. Cravan fue en sí mismo un espectáculo. No escribió casi nada. No vivió muchos años pero dibujó a su paso un rastro fascinante, memorable, una leyenda incandescente que crepita aún con fuerza en el paraíso voluble de lo literario.

@quijotesancho78