Debido a la escasa difusión que tuvieron sus películas más allá de las fronteras francesas, pocos conocen a fondo la verdadera dimensión artística de Jacques Rivette (Ruan, 1928-París, 2016), el gran asceta del cine a quien, con toda razón, se le ha considerado, junto con Eric Rohmer, Louis Malle, François Truffaut, Claude Chabrol y Jean-Luc Godard, como el núcleo duro de la Nueva Ola francesa, aquel movimiento pilotado por un grupo de críticos de la rive gauche parisina empeñados en la reoxigenación integral del cine nacional y en la puesta en marcha de una nueva y revolucionaria manera de entender el cine que, contra la opinión generalizada de los sectores más tradicionales de la cultura gala, logró expandirse por el mundo entero como un reguero de pólvora e influir poderosamente en legiones de jóvenes cineastas de todo el mundo que pugnaban por la creación de un cine libre, sin servidumbres ni consignas comerciales, un cine renovado.

A pesar de la persistente fobia que siempre manifestó contra todo lo que respirara popularidad, Rivette movió ficha antes que nadie y visualizó rápidamente la experiencia sobre la que tanto habían teorizado él y sus ilustres colegas en las páginas de la revista Cahiers du Cinéma años atrás con el estreno de Le coup du berger (1956), un corto de 26 minutos escrito junto a su amigo Chabrol y con Jean-Marie Straub como ayudante de dirección donde, además de presentar sus credenciales como director de ideas innovadoras congrega a su alrededor, como actores sin diálogo, a Truffaut, Godard, Resnais y Astruc. Un manifiesto en toda regla de los jóvenes cahieristas que de alguna manera anticipaba el glorioso aterrizaje, dos años después, de Louis Malle con su Ascensor para el cadalso (L´ascenseur pour l´échafaud), considerada como la obra fundacional de la Nouvelle Vague y con más de un punto argumental en común con el filme de Rivette.

Más selectivo que ninguno de sus compañeros de filas a la hora de elegir sus proyectos, Rivette debutó en el mundo del largometraje con La religiosa (La religieuse, 1966), prohibida hasta 1975 , uno de los filmes más escandalosos de la historia de Francia donde la excelente Anna Karina, musa imprescindible de los jóvenes vanguardistas franceses de la época, personifica a una monja que se ve abocada al suicidio tras sufrir un rosario de adversidades provocadas por algunas de sus compañeras de convento. El conocido afán perfeccionista de este director, unido a su férrea coherencia con los presupuestos estéticos e ideológicos que, contra viento y marea, defendía la Nueva Ola, lo convirtieron en su verdadero patriarca espiritual, el único dentro del colectivo dotado de la fe necesaria en la causa como para perseverar en el propósito de no bajar nunca la guardia y de conservar intacta su vocación de iconoclasta. Y así fue.

El autor de obras tan arriesgadas y radicales como L´amour fou (1969), Duelle (1976), Le Pont du Nord (1981), El amor por tierra (1984), La bella mentirosa (1991) o La historia de Marie y Julien (2003) es, qué duda cabe, un referente de capital importancia para evaluar el papel que desempeñaron los jóvenes prebostes de aquel movimiento en el avance del cine como medio de expresión artística en un período histórico marcado por la restauración democrática de la vieja Europa. Su trayectoria, construida a base de continuos desafíos profesionales, ha iluminado las carreras de grandes cineastas contemporáneos, su magisterio es incuestionable y su inteligencia la mantuvo minuciosamente clara hasta que el alzheimer terminó golpeando irremediablemente sus facultades mentales. Pero también se convirtió, durante su etapa en la redacción de Cahiers, en un sesudo y temible crítico, como lo demuestra, entre otros, el hecho de que, tras acudir al estreno en París de Kapó (1959), del italiano Gillo Pontecorvo, y arrastrado por la indignación, redactara un famoso e incendiario artículo sobre la película que tituló De la abyección.

Entre otras invectivas, Rivette le dedica una muy especial a la supuesta inmoralidad de Pontecorvo al utilizar en su filme un lento e impactante travelling sobre el rostro destrozado de Emmanuelle Riva, una judía reclusa, ante las alambradas eléctricas de un campo de concentración nazi. «Un travelling, concluye, siempre es una cuestión moral. Lo que ha hecho Pontecorvo es despreciable y repulsivo» (sic). Aquel famoso incidente, sobre el que surgieron muchas discrepancias desde muy diversas instancias, ha pasado a la historia como uno de los paradigmas de la nueva cultura y, sobre todo, de los niveles de combatividad que alcanzaron algunos miembros del legendario grupo en su intento por hacer un cine con una gramática nueva, un cine que sintonizara más con la realidad y con la libertad de expresión que con las cuentas de resultados de las grandes compañías.

Consuela saber que, pese a sus 85 años, otra figura imprescindible del cine contemporáneo, Jean-Luc Godard, compañero de fatigas de Rivette en su ardorosa defensa de la política de les auteurs a principios de los sesenta y uno de los grandes apóstoles de la modernidad, aún mantenga viva su pasión por reinventar el cine bajo la certeza de que su obra, iniciada hace 9 lustros, ha dejado una huella muy profunda en el cine internacional y que muchos de sus filmes más acreditados aún siguen despertando la máxima atención como ejemplo de un cine que, como el de Rivette, pone su foco permanentemente en el análisis de una realidad cada vez más volátil, contradictoria y desconcertante.

Así pues, con el óbito del viejo Rivette, cuya espléndida filmografía continuará sirviendo de inspiración para quienes se siguen mirando en el espejo de la modernidad, no se ha sellado el certificado de defunción, como algunos ya se han precipitado en afirmar, de una de las grandes aventuras creativas del siglo XX sino al contrario: su obra permanecerá en el imaginario cultural de occidente como el producto de una actitud de indesmayable rebeldía frente al inmovilismo de un mercado internacional muy alejado por desgracia de estos menesteres.