Siempre se ha sostenido que ambos escritores, Cervantes y Shakespeare, fallecieron el 23 de abril de 1616. Esa grata aunque irrelevante coincidencia temporal llevó a la UNESCO a promover dicha fecha como Día Internacional del Libro.

Pero nuestro desmesurado afán conmemorativo suele jugarnos malas pasadas. Todo el mundo sabe, a estas alturas, que Cervantes falleció el 22 de abril, aunque fue enterrado al día siguiente en el convento de Trinitarias de la calle madrileña de Cantarranas, hoy Lope de Vega.

El caso de Shakespeare es algo más complejo. La fecha exacta de su nacimiento se desconoce, pero se supone, por mera superstición, que vino al mundo el 23 de abril de 1564, día de San Jorge, patrón de Inglaterra, y que falleció puntualmente el 23 de abril de 1616, al tiempo que cumplía los 52 años.

Por entonces en Inglaterra estaba en vigor el viejo calendario juliano. Si hacemos la oportuna conversión al calendario gregoriano, ahora vigente en todo el mundo, descubriremos que aquel 23 de abril es nuestro 3 de mayo, y que la coincidencia real de ambas muertes es prácticamente imposible.

Más sencilla parece la coincidencia de sus vidas. Cervantes nació diecisiete años antes. Quizá nunca oyó hablar de Shakespeare. En cambio, parece razonablemente seguro que el inglés leyó la primera parte del Quijote en la versión de Thomas Shelton, su primer traductor, ya que de ella entresacó el material para su comedia Cardenio, hoy perdida o de identificación dudosa. Sobre ella hablaremos en otra ocasión.

Lejos de desalentar la imaginación de los escritores, la falta de datos precisos la ha estimulado. Se ignoran muchos detalles de la vida de Cervantes, y se sabe muy poco de los veinte años de estancia de Shakespeare en Londres, durante los cuales desarrolló su carrera como autor y actor teatral.

Sin más indicios que la falsa coincidencia de su muerte, algunos han intentado apuntalar la extravagante teoría de que ambos eran la misma persona. Según esa teoría, todos los fallecidos el mismo día del calendario serían el mismo, y Cervantes y Shakespeare podrían ser confundidos con el Inca Garcilaso de la Vega, fallecido, este sí, el 23 de abril de 1616.

Los partidarios de una identidad común consideran que todos aquellos años de guerras remotas y cautiverio en Argel relatados por Cervantes fueron una patraña para trasladarse furtivamente a Inglaterra, disfrazarse del joven Shakespeare y escribir a la perfección, en otro idioma, unas obras de teatro inigualables.

Para rizar el rizo, argumentan que la diferencia de diez días entre el calendario juliano y el gregoriano fue aprovechada por un Cervantes agonizante para viajar por última vez desde España a Stratford, y morir metamorfoseado en el cuerpo de Shakespeare.

Otros, menos audaces, se han contentado con imaginar encuentros posibles. En su relato Encuentro en Valladolid, el británico Anthony Burgess ofreció su visión de una hipotética reunión entre ambos escritores, con motivo de la visita a esa ciudad de una importante misión diplomática inglesa, de la que forma parte una compañía de teatro. Cabe añadir que, en aquel momento, Cervantes vivía en Valladolid, donde también residía la corte.

Desde la autoridad que le concede su mayor edad, el castellano asiste con ironía desdeñosa a una improbable representación de Hamlet, en la que, además del príncipe danés, el personaje de sir John Falstaff, el bienhumorado y orondo borrachín de varios dramas históricos shakesperianos, aparece sobre las tablas.

Termina la obra, y Shakespeare y Cervantes se encuentran. Se queja este de que el inglés le ha robado «al hombre gordo», esto es al bondadoso Sancho Panza, que a su modo de ver guarda cierto parecido con Falstaff, y al «hombre flaco», esto es don Quijote, que para él es en todo semejante a Hamlet: alguien que siempre está reflexionando sobre sí mismo, y que es muy consciente de su papel en el mundo.

-No, no -se defiende Shakespeare-. Falstaff y Hamlet vivían sus peripecias en los teatros londinenses mucho antes de que yo supiera que usted existía.

Harold Bloom, el afamado crítico, comenta en su libro Genios que el Shakespeare de Burgess, cuando presiente su muerte en Stratford, se siente mortificado con la idea de que Cervantes le había tomado la delantera al idear el personaje universal de don Quijote.

«Entiendo -escribe Bloom- por qué Burgess considera que Cervantes preocupaba a Shakespeare: al final era el único rival verdadero que tenía entre sus contemporáneos, y había creado dos figuras, don Quijote y Sancho, que serían eternamente universales. Solo las 25 mejores obras de Shakespeare pueden rivalizar con el Quijote, y la primera recopilación de las mismas fue el llamado Primer Folio, que no apareció hasta siete años después de su muerte.»

Por su parte, Tom Stoppard, autor de obras dramáticas y guiones cinematográficos en torno a Shakespeare -Rosencrantz y Guildenstern han muerto, Shakespeare in Love-, ha escrito sobre la situación inversa. En su versión, es Cervantes quien en 1604 llega a Londres como miembro de una delegación española, encaminada a afianzar la paz entre ambos países. Conoce a Shakespeare, miembro de la delegación inglesa, y conversan.

Es posible, por disparatado que parezca, que se diera una situación semejante. Una de las Novelas ejemplares de Cervantes, La española inglesa, está parcialmente ambientada en Londres, muestra repetidamente a Isabel I y revela cierto conocimiento de la corte británica.

La heroína, Isabela, es raptada en Cádiz en 1596, durante el saqueo llevado a cabo por la flota inglesa, y se cría en una familia recusante, es decir que practica el catolicismo en secreto. A los catorce años es presentada a la reina, que le habla en español, se muestra complacida al descubrir que se llama como ella y la toma bajo su protección.

¿Pudo Cervantes conocer a Isabel I en su hipotético viaje a Londres de 1604? Por desgracia, no. El año anterior, durante una representación navideña de Hamlet, la reina, gran amante del teatro, se había sentido muy impresionada al presenciar la escena en la que el fantasma del padre aparece en lo alto del castillo.

Soltó un gemido, y todos los rostros se volvieron hacia ella. Shakespeare, que estaba presente, debió pensar que había vuelto a cargar demasiado las tintas.

Luego, al ver a los actores representando una tragedia de regicidio y venganza ante los reyes de Dinamarca, Isabel I se desmayó. Hubo que interrumpir la función.

Se instaló en uno de sus palacios favoritos, Richmond, y a partir de entonces se negó a ser examinada por los médicos y a guardar cama. Sus damas de honor esparcían cojines por el suelo, donde ella se recostaba, y se ocupaban de que siempre sonase una música suave. Poco antes de morir consintió en dejar el trono a Jacobo, el hijo de María Estuardo, a la que ella había mandado decapitar.

Es a Jacobo I, pues, a quien Cervantes pudo haber conocido, de haber visitado Londres en 1604. Shakespeare, por su parte, gozó de la confianza de ambos monarcas, Isabel y Jacobo, y actuó y escribió profusamente para ambos.

¿De qué habrían hablado Shakespeare y Cervantes, en el caso de haberse encontrado entonces? Cervantes habría evitado cuidadosamente mencionar a Lope de Vega, cuyo teatro menospreciaba. Lope había obtenido el aplauso del público y la estimación de la crítica, que a él se le habían escapado. Salvo La Galatea, toda su obra estaba por publicar, y la primera parte del Quijote, que propagaría su nombre en todo el mundo, no aparecería hasta el año siguiente.

Shakespeare, en cambio, se encontraba en racha. Hamlet se representaba continuamente, sus frases circulaban por calles y tabernas y acababa de estrenar Otelo, drama en el que a menudo actuaba como protagonista. Cada vez que tenía que estrangular a Desdémona, lamentaba haber escrito una escena tan truculenta, que le dejaba rendido.

Cabe pensar que Cervantes no debió impresionarle, ni por su apariencia física ni por lo poco que sabía de su obra, y que años después, al leer el Quijote y recordar la conversación que habían sostenido, deploraría haber sido incapaz de reconocer al genio.