Camilo José Cela era en 1946 un hombre joven, alto y delgado, cuando hizo el camino, un pie tras otro, por la Alcarria. Su viaje quedó plasmado en la novela que vería la luz dos años después y que posteriormente se convertiría en el acontecimiento literario de aquella España de alpargata, miseria, estraperlo y aislamiento internacional. Desde que el viajero, con el morral a cuestas, emprendió su periplo de Guadalajara a Pastrana, pasando, entre otros lugares, por Torija, Trillo y Sacedón, ha transcurrido la friolera de siete décadas. Mejor dicho, se cumplirán el próximo junio. Hay que ver cómo pasa el tiempo diría Don Camilo, si no estuviera desde hace ya una barbaridad criando malvas.

A propósito de su segundo viaje, aquella pandorgada con Oteliña, la choferesa negra y el Rolls-Royce, el viajero, es decir el propio Cela, ya fondón, recordaría que cuando en 1946 se puso a andar dejaba precisamente de hacerlo el proceso de Nu?remberg. Era el año también de la muerte de Manuel de Falla, de la independencia de Filipinas y de la presentación en sociedad del bikini. A finales de los ochenta, el nuevo viaje a la Alcarria pilló a Don Camilo con cuarenta kilos más y, en cierto sentido, las mismas ganas de juerga, pero aquel era ya otro país muy distinto. Incluso la Alcarria no resultaba del todo reconocible, salvo por la miel y los bizcochos borrachos de la Pastelería Hernando, de Guadalajara.

La miel, además de un emblema regional, es ahora un producto protegido por la denominación de origen. Y ha dejado de ser el misterio de los mieleros que recorrían los domicilios de media España con un tonel de madera y un queso en las alforjas. Cela explicaba, a modo de introducción, que la Alcarria era entonces un hermoso país al que la gente no le daba la gana ir. «Es muy variado, y menos miel, que la compran los acaparadores, tiene de todo: trigo, patatas, cabras, olivos, tomates y caza». Arbeteta, un hidalgo recio, sesentón quizás, con media docena de hijos y una casa con tres balcones franceses, le cuenta que Cifuentes es la capital de la Alcarria, una región que se distingue por la miel. Donde más se da, le dice, es en Huéter, Ruguilla, Oter y Carrascosa.

Pero dejemos que la lectura guíe nuestros pasos. El viajero, que ha salido de Madrid a «la del alba sería», algo más temprano, incluso, llega a Guadalajara, se echa el morral a la espalda, cuelga la cantimplora de la hebilla del cinturón y se dirige a una taberna que se llama Lo mejor de la uva. Compra los periódicos, manda un telegrama a su mujer, descansa, ve al primer tonto feliz frotándose las manos con alegría, compra una testera de cuero para una mula en una talabartería y, como es natural, bizcochos borrachos. Prosigue el camino.

La capital de la provincia ofrece, sin embargo, otras pistas: el palacio del duque del Infantado y una comida en Amparito Roca, el restaurante de la calle Toledo con nombre de pasodoble. Se trata de un clásico rejuvenecido, actualizado, adaptado a los tiempos. En Amparito Roca se comen un buen tartar de atún, estupendos jarretes de ternera, ajoblancos y escabeches. Jesús Velasco ha logrado una perfecta conjunción de la vanguardia y la cocina regional en el marco acogedor de su céntrico chalet. En Guadalajara, Amparito Roca, se ha convertido en una especie de institución alcarreña. El sol cae a plomo cuando el viajero sale de la pequeña ciudad por la carretera general de Zaragoza que bordea el río. Compra tres cuartos de tomates a una verdulera sorda. Se encuentra con Armando Mondéjar López, el niño preguntón de pelo colorado, color de pimentón. Descansa a un lado del camino, en una vaguada, al pie de un olivar. Se zampa los tomates y le pega unos cuantos tientos al vino. Echa una cabezada. Al llegar a Taracena rellena la bota de vino blanco, no hay tinto noble. Taracena es un pueblo de adobes; en cierta media lo sigue siendo. Entabla amistad con un carrero que le lleva hasta Torija. Hablan de sus cosas, las mulas, la vegetación, el tiempo. Una vez allí, reposa en el parador. Torija presume de un castillo y también de una plaza castellana asoportalada, que es seguramente lo mejor que se puede ver en el pueblo. El viajero tiene buen saque, cena, a la luz de un candil de aceite, judías con chorizo, tortilla de patatas con cebolla y carne de cabra, «dura como el pedernal». La vez que pasé por Torija no encontré un buen lugar donde comer y sí uno en el que tuve la oportunidad de recordar a Cela y a su cabra.

El viaje prosigue, ahora camino de Brihuega. El viajero tira por el atajo alfombrado de piedras, «que parece el cauce seco de una torrentera». Intercambia impresiones con un tartamudo que escarda cebollinos a la sombra de un olmo viejo y que no se decide a contarle cómo se la llama la senda que transita. Una mujer igual de explícita que antipática le saca de dudas dejando antes claro que el que pregunta debe atenerse a las consecuencias de la respuesta. Al camino lo llaman de la fuente Caga, y no es para tanto piensa Cela.

En Brihuega, antes, ahora y siempre, hay que entrar por la Puerta de la Cadena, lo mismo que hizo el escritor. En la actualidad se trata de una villa que acumula tres centenarios de un memorable bombardeo sobre las tropas británicas de Stanhope, en la Guerra de Sucesión, a cargo de la artillería de Vendôme. Antes de partir, el viajero encuentra a Julio Vacas, uno de los personajes más pintorescos del libro, un hombre con aires de poeta al que llaman Portillo.

Saliendo de Cifuentes, capital de la Alcarria y pueblo mielero por excelencia, por el camino de Trillo, el río queda a la derecha y el castillo de don Juan Manual, a la izquierda. Al poco, el viajero divisa en el horizonte las Tetas de Viana. Todavía hoy circulando por las pequeñas carreteras surgen al paso los rebaños de ovejas. España profunda. Pasado Trillo, la central nuclear, con cierta premura, Budia, paisajes agrestes, el Tajuña y el Tajo, Sacedón, y para culminar el viaje la villa de Pastrana, respiro del viajero, ayer y hoy: allí, la Plaza Mayor, el Palacio Ducal con la reja a la que se agarraba recluida la princesa de Éboli. Una parada en El Cenador de las Monjas, otro clásico regional, para comer gachas, cerdo ibérico y pisto manchego. ¿Hace, don Camilo? Hace.