El poeta se extasiaba ante la inocencia de la niñez, mas su mirada delicada y pura ante la infancia se torna en sensualidad y erotismo cuando brotan los incipientes rasgos de sexualidad.

El sentimiento lorquiano se hace extensible al ser cuando aún no ha venido al mundo y se encuentra en el claustro materno: «Sus músculos de siglos,/y su cerebro/de marchitas ideas,/en feto,/nos darán el licor que necesite/el corazón sediento./Pero el niño futuro/nos dirá algún secreto/cuando juegue en su cama/de luceros».

Mas cuando se produce el milagro del nacimiento, culmen de la creación humana, el poeta logra estimularlo con su voz antigua, con el delicado susurro y la dulzura de las canciones de cuna: «(Actitud delicada ante la niña.)/Naranja y limón/¡Ay!, la niña/ del mal de amor./Limón y naranja/¡Ay!, la niña/de la niña blanca./Limón/(Como brillaba el sol.)/Naranja/En las chinas del agua.»

Lorca sentía al niño como el primer espectáculo de la Naturaleza; nada hay en ella comparable a él. Contemplaba, gozoso, cómo al dormirse vuelve su carita de ese pequeño monte volcánico estremecido de leche y venas azules, aquietado por el sueño, mientras suena la melodía: «Salen los niños alegres/de la escuela,/poniendo en el aire tibio/de abril canciones tiernas.»// De niño yo canté como vosotros,/niños buenos del prado./En abril de mi infancia yo cantaba,/ niños buenos del prado,/como recuerda dulce el corazón/los días ya lejanos€»

Según el poeta las canciones de cuna, como todas las canciones populares son elementos vivos donde se refugia toda la emoción de la historia. Esas canciones sencillas con un profundo sesgo de tristeza. ¡Pobres de aquellos niños que no las oyeron nunca€! O de aquellos que crecieron entre insultos, vejaciones o promiscuidades que herirán sus sentimientos para siempre. Cuán necesario les sería escuchar a diario las palabras del poeta: «Esta noche ha pasado Santiago/su camino de luz en el cielo,/lo comentan los niños jugando/con el agua de un cauce sereno./¡Niños chicos, cantad en el prado,/horadando con risas el viento!/¡Niños chicos, pensad en Santiago/por los turbios caminos del sueño!».

Mas la etapa de la infancia gloriosa dará paso a la del ensimismamiento, el ensueño, la timidez y la tristeza, propias de la adolescencia. Ya no es época de canciones de cuna con que acallar sus llantos, es el despertar de la sexualidad, el momento de la orientación de recónditos deseos hacia la contemplación pura de la Naturaleza, mas sin temor a que se vayan mezclando ideas que exalten ese algo perdurable e imperecedero que es el amor. Así le cantaba Lorca a ese difícil tránsito: «Esquilones de plata/llevan los bueyes,/¿Dónde vas niña mía/de sol y nieve?,/voy a las margaritas/del prado verde./El prado está muy lejos/y miedo tiene/al airón y a la sombra/mi amor no teme./Teme al sol, niña mía/de sol y nieve,/se fue de mis cabellos/ya para siempre./¿Quién eres, blanca niña?,/¿de dónde vienes?,/vengo de los amores y de las fuentes,/esquilones de plata/llevan los bueyes./¿Qué llevas en la boca/que se te enciende?,/la estrella de mi amante/que vive y muere.»

Objetivos

En estos hermosísimos versos se exalta al amor, orientándole hacia altos y bellos objetivos, precisamente por inalcanzable. Sin represiones. Hace ya algunos años, en los ya lejanos de mi juventud, en la adolescencia, un primer beso, tal vez furtivo, podía producir una impresión inenarrable. La adolescente, quizá, en su inocencia, se lo cuente a su madre que respondería con una dura reprimenda. Eran otros tiempos€! El poeta, entre grave y dulce así define ese primer beso: «El primer beso/que supo a beso,/para mis labios niños/como la lluvia fresca.» Lorca recurre a la comparación poética, y dice: «Mi primer verso,/la niña de las trenzas/que miraba de frente,/yo te miré a los ojos/cuando era niño bueno,/tus manos me rozaron/y me diste un beso.»

Esa tristeza, que ya dejaban entrever las canciones de cuna, también se exalta cuando se trata del inicio de la sexualidad. Pero Lorca sabe orientarlo delicadamente hacia la contemplación de lo natural, en un abrazo casi panteístico: «Bajo el naranjo lava/pañales de algodón,/tiene verdes los ojos/ y violeta la voz. ¡Ay, amor,/bajo el naranjo en flor!/El agua de la acequia/iba llena de sol,/en el olivarito /cantaba un gorrión./¡Ay, amor,/bajo el naranjo en flor!/luego cuando la Lola/gaste todo el jabón/vendrán los torerillos./¡Ay, amor,/bajo el naranjo en flor!» Esta sencilla mezcla de naranjos en flor, olivares, torerillos€ bastan para contener cualquier rasgo de lujuria. Pero cuando el deseo se hace irrefrenable, habría de aceptarse, aunque elevándolos-como dice el poeta-a las más altas regiones del espíritu. Así lo dice en estos bellísimos versos: «Era un brotar de estrellas invisibles/sobre la hierba casta,/nacimiento del verbo de la tierra/por un sexo sin mancha».// «Mi corazón es malo, Señor! Siento en mi carne/la inaplicable brasa del pecado,/mis manos interiores/se quedaron sin playas.»

En los versos anteriores, el poeta pronuncia la palabra «pecado» unida al deseo sexual. Mas resulta impresionante su constante afán de comparación botánica. Es una de las facetas más bellas de su pensar en comunión con la naturaleza. Veamos este madrigal: «Yo te miré a los ojos/cuando era niño bueno,/tus manos me rozaron/y me diste un beso./y se abrió mi corazón/ como una flor bajo el cielo,/los pétalos de lujuria/y los estambres de sueño.»

Pecado original

Cuando en épocas ya remotas se hablaba del significado del pecado original, no se asimilaba fácilmente el ofrecimiento de la manzana por Eva a su compañero Adán. Manzana y pecado era el primer dejo picaresco en dichos coloquios. El poeta resuelve el dilema con una «canción oriental»: «La manzana es lo carnal/fruta esfinge del pecado,/gota de siglos que guarda/de Satanás el contacto./Las vides son la lujuria/que se cuaja en el verano,/de las que la iglesia saca/con bendición, licor Santo.» El poeta hace aquí sinónimas las imágenes de manzana-pecado y vides-lujuria. Y lo expone en una visión de tierras lejanas de Oriente. En ellas no hay nada incitante, sólo percibimos una constante visión pansexualista, muy afín al poeta granadino.

Tampoco han escapado a la fina sensibilidad de Lorca los ensueños de adolescencia, con tendencia al desnudo. Si una adolescente sueña su desnudez, el poeta lo resuelve con una pregunta y breve respuesta: «¿Qué vendes, oh joven turbia/con los senos al aire?,/vendo, señor, el agua/de los mares.» Pájaros y flores. Flores y pájaros. Pero en esta ocasión muy unidos a una cualidad de la mujer española que, por desgracia, no se conserva: el recato. El hombre español de la épocas lorquianas siente a la mujer del pueblo enmarcada en un halo de honestidad que rechazará cualquier proposición que no sea la del matrimonio. Así la ve el propio Federico: «Amparo/¡Que sola estás en tu casa/vestida de blanco!/ (Ecuador entre el jazmín/y el nardo./Oyes los maravillosos/surtidores de tu patio,/y el débil trino amarillo/del canario./Por la tarde ves temblar/los cipreses con los pájaros,/mientras bordas lentamente/letras en tu cañamazo./Amparo/¡Qué sola estás en tu casa/vestida de blanco!,/Amparo:/¡Y qué difícil decirte:/yo te amo!».

Así veían los muchachos españoles a las mujeres que deseaban, cual las cantaba el poeta€ Estamos ahora en un mundo tan distinto al que proclamaba el universo lorquiano€ Mas aunque las iniciaciones sexuales sean hoy día muy tempranas y exentas de ese velo sutil de romanticismo, tal vez haya alguien que se emocione ante esta última evocación a una Amparo ideal con la que tal vez haya soñado.

Es significativa, en la poesía de Lorca, la distinción que se establece entre la mujer de clase media y la de honda raíz popular: «Y, sin embargo, estabas para el amor formada, hecha para el suspiro, el mimo y el desmayo, para llorar tristeza sobre el pecho querido, deshojando una rosa de olor entre los labios». ¡Qué diferencia entre esta mujer cultivada, similar a la Amparo, anteriormente descrita, y el dibujo de una probable Carmen, expresada con terribles palabras: «Tenías las pasiones que da el cielo de España, la pasión del puñal, de la ojera y del llanto. ¡Oh, princesa divina del crepúsculo rojo, con la rueca de hierro y de acero hilado.»

Siempre estuvo presente en el poeta andaluz la influencia religiosa en el recato y en las virtudes de la mujer española. De ahí ese deslizamiento al sentimiento del pecado y de la culpabilidad. La mezcla de lo típicamente andaluz con el temor religioso lo vemos en algunas de las estrofas de este verso: «Campanas de Córdoba/en la madrugada,/ campanas de amanecer/en Granada./Os sienten todas las muchachas/que lloran a la tierna/»soleá» enlutada,/las muchachas/de Andalucía la alta/y la baja./Las niñas de España/de pie menudo/y temblorosas faldas,/que han llenado de luces/las encrucijadas./¡Oh, campanas de Córdoba/en la madrugada,/y oh, campanas de amanecer en Granada!»

Por eso Lorca define a la mujer española en relación con el ambiente en que se crió y donde se formó. Campanarios y párrocos sencillos, viejas enlutadas y tristes con el rosario siempre en la mano, vigilantes y ceñudas, fanáticas€ pero españolas.

*María Jesús Pérez Ortiz es filóloga, catedrática y escritora