­Aquel tan peregrino caballero, el de las luengas barbas y melena universal, con aire misterioso de anárquica bohemia y ligera hambre de hidalgo venido a menos, nacido en 1866 en Villanueva de Arosa (Pontevedra), albergaba desde muy temprana edad en su corazón el sueño literario que cultivó con fruición en la biblioteca familiar . Leyó a Cervantes, Quevedo, Chateaubriand. Admiraba a la figura del Cid Campeador, adoraba las armas, se sentía un conquistador, un hidalgo que soñaba con aventuras caballerescas como don Quijote.

Ya apuntaba desde muy joven el gusto por el vagabundeo sin destino, y el contacto con mendigos y gentes que se cruzaba en su libre deambular. Fue un soñador de caminos inciertos, de leyendas lejanas de un país como el suyo, lírico de bellezas antiguas y piedras heroicas y monacales. Las humedades de su Galicia natal, de esa Galicia sensual y supersticiosa quedarían para siempre en su alma y en su literatura. Su innata tristeza nostálgica le había hecho descubrir las bellezas del Universo, había comenzado su diálogo con la luna y con las rosas€, todo había colmado sus horas de soledad.

Siempre le gustó alardear de rancio abolengo. En don Ramón se unieron los apellidos de uno de sus más ilustres antepasados: don Francisco Valle Inclán, catedrático de la Universidad compostelana. Nuestro escritor parecía haber heredado el espíritu y genio de su noble antepasado, un hombre contradictorio, de vasta cultura, que escribía «contra todos los hombres, todos los siglos y todo el mundo€». Aunque el apellido que más le enorgullecía era el de su abuela materna doña Josefa Montenegro. En su Sonata de Otoño nos habla de sus orígenes, del marquesado de Bradomín.

Entre 1887 y 1988 cursa, en Santiago de Compostela, los primeros años de la carrera de Leyes. No es un buen estudiante aunque sí un buen conversador, tenía salidas a veces intempestivas pero ingeniosas. Ya comienza sus primeras tertulias en el Ateneo y en el Café del Siglo de la ciudad compostelana, donde se complace en discutirlo todo. A la muerte de su padre en 1890, abandona la carrera de Leyes y marcha a Madrid, muy escaso de equipaje, en busca de su verdadera vocación y destino: la literatura. En la Villa Y Corte finisecular ya percibió algunas figuras de traza esperpéntica. Estaban de moda las bufonadas, el género chico donde temas como el amor, los celos, el dolor humano, las lágrimas o el hambre aparecían exentas de patetismo y envueltas en una alienadora comicidad.

En el Madrid de 1891 fue cuando descubrió el café como elemento aglutinador de miles de españoles. Aún no era esa sorprendente figura fantasmagórica, noctámbulo y eterno paseante, ávido de fortuitos encuentros en la calle, en el café, en la taberna o en el mesón. Tras corta temporada en Madrid, realiza su primera excursión americana a la ciudad de Méjico. Sentía en lo más profundo de su alma errante el deseo de perderse en la inmensidad del viejo Imperio azteca. Allí descubrió la inmensa gama de colores de la vida; le sedujo tanto la historia como la naturaleza de aquel país, su mar, su cielo, su sol, aquella tierra caliente de voluptuosa sensualidad. Vuelve a España en 1893 decidido a dedicarse a su gran pasión: la literatura.

Tras una estancia en Galicia vuelve a la capital de España, y publica en 1894 Femeninas, su primer libro, y en 1897 Epitalamio. Había aprendido el valor orquestal y cromático de la palabra. Gustaba de expresiones artificiosas e ingeniosas propias del simbolismo y del parnasianismo francés, siendo notoria la huella de D´Annunzio en los cuentos de Femeninas y en Epitalamio, fiel reflejo, este último, del hechizo de la «tradición erótica y galante del Renacimiento florentino». Bohemio de aristocrático refinamiento, acorde con el decadentismo de los poetas parisinos, había llegado a España a la usanza mejicana, con su sombrero, su melena y su chalina roja que pronto cambió por el de copa, barba puntiaguda y larga melena que caía sobre su macferland, y sus clásicos quevedos. Era la mejor máscara que cruzaba la calle de Alcalá. Vive en modestas casas de huéspedes; adora aquellos días de dura bohemia que culminarían en una de sus obras cumbres: el esperpento Luces de Bohemia, donde encontraría esa luz que le haría inmortal en la literatura española.

Vivía en un modestísimo piso de la calle Martín de los Heros en el barrio de Argüelles, donde sólo disponía de una cama, una mesa y un par de sillas. Más tarde se mudó a una ruinosa casa, cerca de las Ventas, donde se pasaba el día en la cama y al atardecer se encaminaba hacia el centro de Madrid para recalar hasta el amanecer en los cenáculos de los cafés madrileños, de donde salía aquella bohemia literaria deseosa de escándalo. La bohemia literaria madrileña acoge como a su mejor amigo a un poeta puritano de la noche y la pobreza. Valle se crecía en la compañía del rebelde literario Alejandro Sawa, su contrafigura de infortunio y nocturnidad, no sólo en la realidad sino en su esperpento Luces de Bohemia donde, con el nombre de Max Estrella, representa a un poeta ciego y clarividente, pobre y sabio, loco en su afán por encontrar la belleza. Toda una estampa bíblica la del personaje que, con su perro como compañero, sólo le quedaba el grito consolador a sus desdichas terrenales experimentando la dicha en la muerte por inanición, y elevando sus ojos ciegos hacia las estrellas.

Presente en todas las tertulias del Café de Madrid, del Inglés o del Fornos, estaba el poeta nicaragüense con su copa de ajenjo, Rubén Darío. Los cafés están llenos de humo y de gente desocupada, en una España enferma, aunque a pesar de ello se divierte. Es la España del Desastre, la del 98, la que se vio privada de sus últimas colonias ultramarinas.

Corría el mes de julio de 1899. En el madrileño café de la Montaña -sito entre Alcalá y la Carrera de San Jerónimo- se produce un fuerte debate. Valle, siempre polémico y discutidor, grita con fuerza y pontifica. Manuel Bueno que acaba de incorporarse a la tertulia intenta cortar el debate pero ambos acaban agrediéndose. Manuel Bueno le asestó un bastonazo con tan mala fortuna que le incrustó en la muñeca izquierda el gemelo del puño de la camisa. A los pocos días le sobreviene la gangrena y la consiguiente amputación del brazo. Valle quedó manco, pero le quedaba la mano derecha para estrechar la de Manuel Bueno en un acto de libre conciliación.

En 1902 establece su tertulia en el Café de Levante de la calle Arenal un café con música de baratos melómanos donde se masticaba el humo de las pipas. Allí concurrían literatos, pintores, artistas e intelectuales aficionados al arte de la charla: Luis Bello, Darío Regoyos, Vivanco, Ricardo Baroja, Gutiérrez Solana, Zuloaga, Rusiñol, Antonio y Manuel Machado, Julio Romero de Torres€ En 1906 se agrega al grupo un joven desconocido de acento catalán, Mateo Morral, autor del atentado contra Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia el día de su boda, al paso del cortejo por la calle Mayor.

Valle y sus contertulios del Café de Levante recalan en el Central Kursaal donde de noche se habilitaba un escenario para espectáculo de varietés donde contemplaban la erótica sensualidad de la danza de Mata-Hari y los cuplés de La Fornarina. También actuaban las Hermanas Camelias, dos malagueñas, muy guapas. Una de ellas, Anita, despierta un amor apasionado en el maharajah de Kapurtala que acabará haciéndola su esposa.

Valle suele ir hacia 1903 a una reunión que se establece en un salón del Teatro Español donde conoce a la gran María Guerrero. Pero dos años más tarde, el escritor, ya no será el centro del Teatro Español sino de aquellos por los que pase la joven actriz Josefina Blanco de la que se ha, perdidamente, enamorado. La había conocido en el domicilio de la actriz María Tubau cuando contaba 16 años y a penas se iniciaba en el teatro. Ella describe al escritor como una figura fantasmagórica y espectral pero afirma que le dejó en su alma «una impresión mezclada con cierta inefable dulzura». Vio en él como un hombre caballeresco que le brindaba protección y capaz de hacerla feliz. Fue un noviazgo muy reñido pero ninguno puede vivir sin el otro, contrayendo matrimonio en la iglesia madrileña de San Sebastián el 24 de agosto de 1907, cuando el escritor tiene 40 años y ella 28.

En 1910 marcha a América en compañía de su esposa, contratada en la compañía de María Guerrero. Los éxitos teatrales de su esposa y lo ahorrado por sus conferencias en América, proporcionan una época de bienestar en su vida. Tienen una casa confortable en el barrio de Luchana en Chamberí y, aunque dura poco, va a vivir como un gran señor que despotricaba de los días de su absurda bohemia. Pero son breves los días de dicha. Llega el desahucio y volverá a entrar en una época de vagar trashumante. De nuevo el abandono y la desidia y el naufragio; se ha sentido enfermo de esa enfermedad que arrastra desde sus hambrunas, desde sus épocas de escaseces, la tuberculosis€ Sus hijos lo veneraban€ Disimulaba su enfermedad entre libros, venciendo el frío invierno con esa sonrisa irónica del amor al arte.

Y vuelve a mostrar su verbo enardecido junto a los veladores de Fornos donde conoce a Belmonte y con el que fragua una gran amistad. Al parecer siempre ha habido un secreto común a los toros y a la poesía. Tal vez ese poder de transfiguración. La amistad entre toreros y escritores es cosa vieja en España. Ambos crean una belleza momentánea y sublime. Más adelante acudiría a las tertulias del café Regina donde también asisten Azaña, Bello€Y en ese Madrid maravilloso y chulesco Valle era el artista anárquico y bohemio, el de las grandes paradojas que llegó a decir: «Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos». Se comenta que va por las calles como un alma en pena, que está en la miseria. Pero aquel melenudo estrafalario con aire de faquir nunca se avergonzó de su pobreza, aceptándola con dignidad. Hay momentos en que desfallece y , sin fuerzas para luchar, prefiere una muerte rápida a vivir en esa agonía. Deambulaba desde los sanatorios de su Galicia natal para volver a su Madrid, barbudo, cansado y envuelto en la bufanda de su silencio y siempre estrafalario.

Su café, el café era su gloria, era su vida. Él le confesó a Unamuno que su vicio predilecto era el café, donde perdió su juventud y donde perdería su vida. Noches de palabras que salían a borbotones y donde veían la amanecida, mezcla de luz y de sombra. Dentro de su pobreza se sentía el señor de la noche y de la calle y libre para gritar su verdad, aquella verdad que acabó siendo cinismo.

Tras su separación en 1932 de Josefina, debido a su carácter insufrible y a su modo de vida, vivía con sus hijos que le adoraban. Recibió ayuda económica de sus amigos Zuloaga, Rodríguez Acosta y Marañón quien ya le había desahuciado del cáncer que padecía. Aún así se le veía, por cavernosas calles oscuras, cruzando la noche bohemia, regresando de madrugada exhausto, vomitando una mezcla de sangre y pus. Corría el año 33€ Su vida transcurría del sanatorio al café y del café al sanatorio. Aliviado, tras una estancia en La Cruz Roja, retorna al hogar, a la miseria, a la indignidad. Vivía en un caserón de la Plaza del Progreso donde seguía escribiendo miles de palabras en forzada posición en la cama. En su etapa final sus obras rezumaban un estilo de agónica tristeza.

Pasa unos días relativamente cómodos antes de morir, pues a instancias de sus leales amigos Azorín y Marañón, consiguen de la Junta General que le nombren director de la Academia de España en Roma. Valle está ilusionado con ese sueño renacentista por habitar el viejo palacio de San Pietro in Montorio en la más imperial de las ciudades. Se paseaba por los jardines de la Academia absorto en sus líricas meditaciones. Apenas escribe y, abrumado por la melancolía, comienza a obsesionarle la muerte. Su salud volvía a quebrantarse con la aparición, cada vez más agravada, de la dolencia vesicular que venía padeciendo. Las hematurias son continuas, algunas le duran varios días que no se resuelven sino con transfusiones. La enfermedad puede más que el encanto de Roma, y Valle está cada día está más deprimido. Voces oscuras le hablan de una muerte al acecho. De regreso a España ya había enterrado su pluma gloriosa para siempre. Su voz bronca, rota, parecía despedirse del mundo. La muerte era una liberación: «¡Qué felizmente debe pudrirse uno en esta paz!» Tuvo apenas año y medio de vida€

Hasta el final se mantuvo lúcido, brillante. Multitud de recuerdos regresaban de forma insólita a su mente. Tal vez era la clarividencia de la muerte próxima. Y aquel cuerpo escuálido donde tropezaban los huesos, aparecía de nuevo junto a la ventana del Gato Negro, de la calle del Príncipe como en los años juveniles€Volvía a vivir como una despedida otra etapa de la fantasmagórica bohemia. «Deseaba arroparse en sábanas de piedra y enviar el mundo al diablo».

En marzo de 1935 ingresó en el Sanatorio Médico-Quirúrgico para tratamiento del aparato génito-urinario y aplicaciones del rádium, dirigido por el doctor Villar Iglesias, en Santiago, donde ya había sido tratado anteriormente. A principios de noviembre se acostó para no levantarse más. Penosas horas, días, semanas, de inquietud que va serenando la certidumbre del fin. Solía decir «no le faltan dolores al cuerpo ni penas al espíritu. Todo se junta al final de la vida€».Moría el día de los Reyes de 1936, como él mismo había vaticinado, del cáncer que venía padeciendo. Y aquel que defendió el Arte con mayúscula y la ética como modelo de vida, cerró sus ojos para siempre desangrado de la esperanza de vivir.

Su entierro fue multitudinario, y aunque su féretro fue muy modesto como su propia existencia, su obra reluce pura y limpia en la memoria de todos los amantes de la gran literatura.

*María Jesús Pérez Ortiz es filóloga, catedrática y escritora