El médico sevillano, productor de cine y a la sazón promotor inmobiliario Miguel García Rico tuvo un sueño a principios de los años sesenta: convertir los terrenos de la urbanización Guadaiza, el Cortijo Blanco, en una zona de veraneo para la intelligentsia cultural del mundo. A Jean Cocteau le encantó la idea: «Cuando me contó Ana Pombo [su gran amiga española] el proyecto de un pueblo andaluz de artistas decidí poner mis paneles en una sala construida a este fin en la Plaza Mayor (...) El pueblo se sitúa a la izquierda de la carretera que va de Málaga a Algeciras, cerca de Torremolinos y Marbella, sobre terrenos donde los agricultores descubren mosaicos y ciudades romanas a orillas del mar. Aunque repudio estas aglomeraciones de soledades, me maravilla el entusiasmo con que se trabaja y conserva el estilo andaluz de gracia modesta». Son palabras del autor francés, incluidas en el libro que escribió aquí, entre nosotros, El cordón umbilical, que testimonian la singular fascinación que sintió el director de La bella y la bestia por la Costa del Sol.

Al final, la Ciudad de los Artistas que ideó García Rico acogió a intelectuales como Zoilo Ruiz Mateos antes de convertirse en algo más rentable, un hotel. Y entre el botín artístico del que se incautaron las autoridades en el domicilio del arquitecto de Malaya, Juan Antonio Roca, se encontró una cerámica de Jean Cocteau, testigo de otra Marbella que duele, cutre y soez, radicalmente opuesta a la que quería ser cosmopolita, culta y elegante, la que quería relevar a Tánger como capital mundial de la beautiful and talented people.

«Quizá este lugar de modernos y ricos nunca fue verdad. Nos dejamos deslumbrar porque paseaban por sus calles Audrey Hepburn y sus enamorados. O porque compraron casa Deborah Kerr y su último marido, Peter Viertel. También porque era un lugar del Sur que le encantó al moderno y lúcido Jean Cocteau. El pueblo se gustaba en estas gentes que tenían estilo, dinero y escaparate, pero también tenían secreto y vidas ocultas», reflexionó Pepe Carleton para ABC.

Quizás no fuera verdad nada de aquello, quizás nos valga como verdad el recuerdo de un sueño. Ahí está el Espacio Cocteau, en el Cortijo Miraflores, donde vaga el fantasma de una niña -que ha atraído hasta a los reporteros de Íker Jiménez-, sí, pero donde también habita desde hace unos años lo que vivió y parte de lo que Cocteau creó entre nosotros. Ésa es la base sobre la que trabajan los responsables de Marbella Capital Cocteau. El proyecto que lideran Taján y José Óscar Carrascosa pretende utilizar al autor francés como referencia icónica para la reinvención de la ciudad de la Costa del Sol, de igual manera que Málaga capital ha tenido en Pablo Picasso su escalera para auparse a otras alturas culturales.

Picasso

Cocteau supo de Málaga por uno de sus grandes amigos y admirados: Pablo Picasso. Con él compartía su pasión por la fiesta, el flamenco, la fiesta, los toros, la fiesta y una visión del arte más pendiente del genio y de sus actos que del talento y sus pensamientos. Gracias a Picasso empezó a conocer, de lejos, lo que podría encontrar aquí. Y se acercó a comprobarlo en abril de 1961, de la mano de su amor platónico -y mecenas: ella pagó su filme El testamento de Orfeo-, Francine Weisweiller. Entonces sintió lo que después resumió en palabras: «Málaga nos mira por el ojo egipcio de sus jábegas». Y regresó en otra ocasión. Fue recibido en el Aeropuerto de Málaga por «todos los jóvenes poetas» malagueños, escribió -entre ellos, estaba el recordado Alfonso Canales-. Qué lástima que sólo haya una foto muy formal del encuentro; para estos intelectuales locales de la época la venida de alguien como Cocteau debió de ser equivalente a lo que sintieron Alaska, Carlos Berlanga et al cuando Andy Warhol se acercó a Madrid para apadrinarlos.

Inspirado

Quizás porque aquí se sintió entre pares -«En España lo extraordinario es algo común», dejó escrito-, inspirado, la estancia marbellí de Jean Cocteau no fue de guiri cultivado: trabajó sin cesar, en el citado libro, una especie de diario-epitafio, en la pintura de cerámicas y en la creación de unos gigantescos paneles, de unos dos metros de alto, para La Maroma, el singular establecimiento, entre salón de te, boutique y tienda de antigüedades que regentaba Ana de Pombo, antigua diseñadora de Chanel a la que conoció en París. «Los españoles encierran a sus bellezas entre rejas para que no abandonen jamás su país», rotuló en francés en una esquina de una pared del local.

Eso sí, no perdonó una fiesta -al fin y al cabo, hablamos del hombre que dijo: «Uno tiene que ser un hombre que vive y un artista póstumo»-. Las tardes en El Camello de Oro, la tetería de Pepe Carleton, y las noches en Malibú, la villa de otro gran talento del arte y la vida como fue Edgar Neville, y El Martinete, el chalet de Antonio El Bailaor -cuya piscina conserva, en su fondo, la traslación a mosaico de un dibujo que le hizo Cocteau-, fueron interminables. «Cuando Cocteau hablaba se callaba todo el mundo. Y sólo hablaba de él mismo; el resto le interesaba poco», contó Germán Borrachero, exdirector del Cortijo de Miraflores, a Esther García, de El País. Nadie, en realidad, esperaba otra cosa: ¿O es que no habían leído una de las más populares frances de monsieur le dandy, «un egoísta es aquel sujeto que se empeña en hablarte de sí mismo cuando tú te estás muriendo de ganas de hablarle de ti»?

Vivió mucho y bien entre nosotros Jean Cocteau. De ahí que un mes antes de morir, le pidiera por carta a Ana de Pombo: «Cómprame un terreno que tenga olivos, donde yo pueda construirme un rincón». El ruego era el reflejo de aquello que escribió en La corrida del 1 de mayo, después de que el torero Luis Escobar le brindara un toro en la Maestranza: «¿Debería abandonarte, España, tan sólo habiéndote abordado? No. Me quedo». Quiso quedarse pero no pudo. En realidad, para el padre de Los padres terribles la Costa del Sol siempre estuvo asociada, de alguna manera, a la idea de la muerte: como escribió Alfredo Taján en el prólogo de la tardía y necesaria edición española de El cordón umbilical, cuando viajó a la Costa del Sol «pudo haber pensado que Marbella sería su último refugio». De alguna manera tenía razón: falleció sólo dos años después de su corta etapa malagueña.