A horas de que el legendario Jean-Luc Ponty se suba -con el pianista William LaComte- a las tablas del Teatro Cervantes, hay 909 entradas disponibles para el recital. Teniendo en cuenta que el templo malagueño tiene un aforo de 1.104 localidades, hagan ustedes sus cuentas. Desastroso. Vale, pongamos que quizás los malagueños no sean muy fans de Frank Zappa, el jazz fusión y otras hierbas cultivadas por Ponty y veamos cómo va la venta de tickets de otros espectáculos del ciclo veraniego del Cervantes, Terral: 798 disponibles para Quilapayún, 721 para Carminho, 959 para Dorantes & García-Fons... Y, ojo, estamos hablando de conciertos que están a la vuelta de la esquina, que no es que se celebren dentro de un mes. Tampoco en el recital que inauguró la serie de citas, el de John Grant -uno de los cantantes y compositores más mimados por la crítica indie internacional- el público estuviera muy apretado.

En fin, podría seguir tecleando cifras igual de catastróficas al respecto del resto de funciones programadas, pero, a estas alturas, prefiero hacerme preguntas. En una ciudad que presume de evolución cultural como ésta, ¿son cifras éstas admisibles? Hablamos de nombres bien establecidos en sus nichos de mercado, aunque, como siempre, la cosa dependa de los gustos. ¿Sería más deseable programar menos conciertos pero más atractivos, de artistas con más cartel? ¿Han cambiado los omnipresentes festivales de música la forma en que la consumimos en directo? ¿Pagar, pongamos, 60 euros para el abono de un festival de tres días ha hecho que apoquinar 20 para un concierto de un solo artista nos resulte excesivo? ¿Está cumpliendo el espectador su parte activa en el progreso cultural de la ciudad? Sea lo que sea, tenemos que replantearnos muchas cosas.