"Yo soy Led Zeppelin", asegura Robert Plant, que nunca ha renegado de su pasado. ¿Por qué tendría que hacerlo? Lo que no ha hecho es detenerse en lo que fue. Ni en la gloria de otros tiempos. El cantante, lejos de convertirse en una estatua de sal tras la disolución del dirigible de plomo que a finales de los sesenta dotó al rock de un nuevo significado, comenzó su carrera en solitario al poco del fallecimiento de Bonham, recién inaugurada la década de los ochenta. Y en ello sigue, como pudimos ver la noche del pasado sábado en el primero de los conciertos de la quinta edición del Starlite Festival, inaugurada el jueves con una enlatada sesión de Juan Magán. La calidad, sinceridad y honradez con las que Plant continúa ofreciendo recitales por medio mundo -recuerden que rechazó 200 millones de dólares a cambio de una gira de regreso de los Zeppelin- no hace sino que acrecentar su categoría de mito. El británico, acompañado por The Sensational Space Shifters, hizo en Marbella lo que viene haciendo desde años: mostrar sus nuevas canciones, en este caso las pertenecientes al álbum 'Lullaby and... The ceaseless roar' (2014), y recordar algunos temas del grupo de su vida, aunque interpretados con un tempo distinto. Más pausado, más acorde a su edad: el 20 de agosto cumple 68.

En los setenta, Plant le hacía el amor a miles de personas cada vez que se encendían los focos. Cada noche empotraba al público entre aullidos y golpes de melena. Ahora seduce de otra forma, buscando en el respetable la admiración por los viejos blues, la herencia africana y la tradición folk. Y la magia sigue brotando, tanto en las estrofas de 'Rainbow', de su nuevo disco, como en las de 'Going to California'. "Señores pasajeros, ¿cómo están?", saludó con acento mexicano al comienzo de un concierto que ni de lejos colgó, como se podría esperar, el cartel de 'sold out'. De hecho, sorprendía ver considerables espacios vacíos en la platea y el graderío de la Cantera de Nagüeles. Aún así, la velada dejó momentos gloriosos. Sólo con escuchar el imponente, aunque mutilado, riff de 'Black dog' o la poderosa versión de 'Fixin' to die', de Bukka White, ya hubiera merecido la pena el precio de la entrada. A pesar de que el recital fue un tanto tacaño en duración, hora y media mal contada, dio para disfrutar de hermosos pasajes electropsicodélicos y tribales y otras tantas revisiones zeppelianas, como 'Dazed and confused', 'Babe I'm gonna leave you', 'Rock and roll' y 'Whola lotta love'.

El vocalista se mostró cercano, agradecido con sus seguidores y un tanto perplejo - a estas alturas debería estar acostumbrado- de cómo las pantallas de los teléfonos móviles han invadido los recintos. "Aparta eso", le llegó a soltar a un entusiasmado de las primeras filas. Hay que entender que Robert Plant es de otra época. Incluso de otra galaxia. Un espíritu libre que ha optado por recorrer su propio camino y no ceder a las presiones de los que negocian con la nostalgia. Vale que ya no es aquel adonis rubio capaz de hacer de cada concierto una gran orgía. Ahora es un tipo que sigue cantando como pocos -sus agudos te encogen el alma- y que prefiere respetar al rock y respetarse a sí mismo haciendo lo que le apetece con su carrera. Y ofreciendo sólidos conciertos como el del sábado. Es de agradecer que un mito de la magnitud de Robert Plant no trate de ocultar el paso del tiempo gastando millones en decorados y pirotecnia para engañar fácilmente a los que están más pendientes del 'selfie' que de la música. El rock puede ser espectáculo, pero no sin antes ser verdadero.