Muchos cinéfilos se preguntan a menudo sobre el inexplicable pacto de silencio que, desde hace más de cuatro décadas, sostienen productores, críticos y espectadores ante la desaparición, al parecer irreversible, de uno de los géneros cinematográficos que mayor gloria y popularidad le han aportado a la industria de Hollywood desde los albores del cine sonoro: la comedia musical. Entre la indiferencia de un público inducido por las modas y la perseverante negativa de dicha industria a resucitar un género de cuya rentabilidad comercial lleva muchos años recelando, poco campo de acción les queda a quienes luchan a contracorriente intentando recuperar aquel esplendor visual con el que se prodigaban, en los años cuarenta, cincuenta y sesenta genios del calado de Busby Berkeley, Joshua Logan, George Sidney, William Wyler, Vincente Minnelli, Gene Kelly, Stanley Donen, George Cukor, Joseph Leo Mankiewicz, Robert Wise, Mark Sandrich, Howard Hawks, Victor Fleming, Lloyd Bacon o Bob Fosse, en perfecta armonía con legiones de coreógrafos, bailarines, coristas, diseñadores de vestuario, directores de arte, compositores y escenógrafos de primerísima línea que supieron inyectar enormes dosis de ingenio, magia y optimismo a una industria sometida a un continuo proceso de transformación.

Sea como fuere, lo cierto es que, hoy en día, el gran musical americano ya no es más que historia, pasado, materia olvidada para muchos y, cada vez menos, fuente de reconfortantes recuerdos para otros. Eso explica, entre otras cosas, cómo las nuevas generaciones de espectadores, curtidas en el universo insomne de los juegos de ordenador y en el culto febril e incontrolado hacia las nuevas tecnologías, se muestran particularmente ajenas a títulos que, como Sombrero de copa (Top Hat, 1935), El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), Cita en St. Louis (Meet Me in St. Louis, 1944), El pirata (The Pirate, 1948), Brigadoon (Brigadoon, 1954), Gigi (Gigi, 1958), Un americano en París (An American in Paris, 1951), Un día en Nueva York (On the Town, 1950), Melodías de Broadway (The Band Wagon, 1953), Ellos y ellas (Guys and Dolls, 1955), Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondse, 1953), My Fair Lady (My Fair Lady, 1964), Empieza el espectáculo (All That Jazz, 1979) u Oliver (Oliver, 1968), han dejado un rastro indeleble en el imaginario cultural de nuestro tiempo como ejemplos de un arte nuevo que busca sus propias señas de identidad.

Y no parece que las majors, más preocupadas por la marcha del box office internacional que por coreorecuperar para el cine actual el contagioso dinamismo narrativo de aquellos viejos y opiáceos chutes de adrenalina, sean muy proclives a que las pantallas se inunden nuevamente de aquel espíritu que moldeó a millones de espectadores de todo el mundo y que contribuyó a que contempláramos el arte cinematográfico bajo una óptica radicalmente distinta a la que prevaleció durante la larga y fructífera etapa del cine mudo. Dos edades del cine que se complementan y dialogan entre sí pero que, como todo lo que genera cambio, produjo desconciertos y frustraciones algunas de las cuales quedan fielmente reflejadas en el tejido argumental de títulos como Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, una auténtica bioxia sobre la transición del mudo al sonoro que ha quedado para la historia como uno de los testimonios más fieles e ilustrativos de un periodo enriquecedor pero que dejó a mucha gente en el camino.

Estas reflexiones, perfectamente aplicables también a la hora de explicar la virtual desaparición del western -otro género de matriz netamente norteamericana- de todos los planes de rodaje de las grandes compañías hollywoodienses, viene al hilo de la conmemoración, el presente año, del cincuenta y cinco aniversario del estreno de West Side Story (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins, un musical coronado con diez Oscar, repuesto hasta la saciedad en los cines de repertorio del mundo entero -en Nueva York y en Londres existen sendos locales que llevan proyectándolo ininterrumpidamente desde su estreno en 1961­- , cuya inusitada energía visual y cuya espléndida banda sonora aún continúan cautivando los corazones de millones de espectadores de todo el planeta con la misma pasión y el mismo entusiasmo que suscitó el día de su estreno.

Este incuestionable clásico del cine, al que algunos consideran, y con razón, como la cumbre del género, no es otra cosa, en esencia, que una adaptación muy libre y moderna del clásico de William Shakespeare Romeo y Julieta (1594/1595), aunque Wise y Robbins se inspiraran en un guión basado en la obra teatral homónima de Roger L. Stevens y Arthur Laurents que, algunos años atrás, produjeron en Broadway Robert E. Griffith y Harold S. Prince con un éxito tan clamoroso que despertó, como no podía ser de otra manera, el interés de los grandes halcones de Hollywood.

West Side Story es, por consiguiente, un filme de fuertes raíces literarias, extremo éste que los directores no sólo no eluden sino que incluso resaltan, destacando el valor expresivo del diálogo en un conflicto surgido, a fin de cuentas, de una inextinguible pasión amorosa, inmortalizada por un gran dramaturgo hace más de cuatrocientos años. De ahí, tal vez, su lozanía y su continua invitación a ser contemplada una y mil veces, ya sea dedicando toda nuestra atención a los prodigiosos movimientos de cámara, a la precisión cuasi geométrica con la que están construidas todas y cada una de sus espléndidas coreografías, como al candor irrepetible que destila la actuación de muchos de sus jóvenes protagonistas, encabezados por Natalie Wood, George Chakiris, Rita Moreno, Russ Tamblyn y el debutante Richard Beymer.

Secuencias como la de los títulos de crédito, diseñada a partir de un formidable sentido de la composición plástica, o aquella otra en la que las bandas rivales se desafían mutuamente empleando una sofisticada y frenética coreografía grafía en medio de un impresionante montaje escenográfico, compiten en brillantez formal con momentos tan inspirados como el accidentado concurso de baile en el gimnasio del Instituto donde Maria (Natalie Wood) y Tony (Richard Beymer) se encuentran por vez primera o la insuperable secuencia de la azotea en la que los sharks solventan sus diferencias entre ellos mediante una rutilante escenografía de clara inspiración hispana. Todo en esta inmarchitable película, incluido su lado más almibarado, que también lo tiene, aunque se le perdone por razones apabullantemente obvias, parece haber nacido en perfecto estado de gracia, con emoción, sentido del ritmo, instinto artístico y convicción, como si cada miembro del equipo hubiese encontrado en ella su propio lugar. Satisfecho por el éxito obtenido, Wise se atrevió a repetir la experiencia, cuatro años después, con Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music), otro aldabonazo en la cultura popular de los setenta con el que no alcanzó, sin embargo, las elevadas cotas de rentabilidad de su predecesora pero que sí le sirvió, no obstante, para consolidar su gran prestigio dentro del género.

Su leyenda, multiplicada con el paso del tiempo, comenzó a forjarse el día en que los directivos de la United Artists, exhaustos de tanto pensar la manera de combatir la crisis que atravesaba la compañía, tuvieron la luminosa idea de reunir a un amplio equipo de profesionales integrado, entre otros, por Leonard Bernstein (compositor), Thomas Stanford (montador), Daniel L. Fapp (director de fotografía), Ernest Lehman (guionista), Boris Leven (director artístico), y un reparto en perfecto estado de gracia, con el ambicioso propósito de llevar a la pantalla sus deseos de innovar profundamente las estructuras clásicas del musical, proponiendo para ello un cine alejado de los estereotipos más manidos del género. Tal fue así, que, desde entonces, no hay musical que se precie que no haya recibido, directa o indirectamente, su poderosa influencia, ya fuera en el plano estrictamente musical como en el visual o coreográfico.

Pero, a pesar del éxito, la película tuvo también sus propios detractores. Andrew Sarris, del prestigioso semanario neoyorquino The Village Voice, no compartió en ningún momento la opinión mayoritaria de sus colegas acerca de las bondades de la cinta, reprochándole «un excesivo esquematismo en el enfoque moral del conflicto» (sic). En España, en cambio, la crítica se deshizo en elogios, sobre todo ante ese generoso caudal de sabiduría fílmica que se desliza a lo largo de la película -dos horas y media de metraje- y el incontenible vigor que irradia su apoteósica puesta en escena. El paso del tiempo que, como es bien sabido, termina siempre por poner cada cosa en el sitio que le corresponde, ha sido el mejor aliado de este bello y electrizante espectáculo que, pese a su longevidad, sigue cautivando a propios y extraños con la misma intensidad y el mismo entusiasmo que en su ya muy remota fecha de estreno.