Alumno de la prestigiosa I.D.H.E.C. (Instituto de Altos Estudios Cinematográficos) de París, donde se familiarizaría rápidamente con los clásicos del cine francés, experto guionista y admirador de la nouvelle vague, Theo Angelopoulos (Atenas, 1936-Atenas, 2012), de cuyo nacimiento se cumplirá este año su ochenta aniversario, ha sido aclamado por la crítica internacional como el gran maestro del cine griego contemporáneo y como el intelectual europeo que mejor ha sabido combinar la reflexión filosófica con la denuncia política; la modernidad con la tradición; la mitología con la realidad en un mundo sometido a constantes mutaciones de orden moral y al desmoronamiento de muchas de nuestras más arraigadas certezas.

En 1970, cuando aún continúan efervescentes los llamados nuevos cines europeos, deslumbra a la crème de la crítica internacional con su peculiar manera de entender la narrativa fílmica mediante el uso de largos, pausados y majestuosos planos secuencia, meticulosamente elaborados, que cautivan automáticamente la mirada del espectador, generando la atmósfera apropiada para deslizar sobre la pantalla una nueva y desconcertante visión del mundo. Una estética que trascendía a menudo al propio relato para adquirir la categoría suprema de una densa y profunda reflexión acerca del papel que representa el hombre en un universo sometido a un proceso continuo de transformación.

No fue, pese al sobrio realismo que lo inspira, un narrador apegado a los estereotipos del lenguaje tradicional, sino todo lo contrario: un creador autónomo, profundamente inconformista, que convierte su cine en espejo de una realidad cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos. De ahí que no nos podamos sustraer a la idea de especular sobre el papel que hubiera desempeñado, como creador rigurosamente comprometido con su entorno social, en el dramático devenir político de la Grecia de nuestros días de no haber sido víctima de un estúpido y letal accidente de tráfico en una céntrica avenida de Atenas cuando sus facultades creativas se encontraban en su plenitud.

El de Angelopoulos, pese a todo, sigue siendo un nombre ampliamente ignorado por el gran público, un nombre que, a pesar de la inagotable lista de premios internacionales que le precede, es, entre algunos sectores de cinéfilos, un perfecto desconocido. No así para la crítica especializada empeñada, en su mayoría, en desvelar la compleja trama de claves histórico culturales que salpican su obra, así como en hurgar en el misterio que encierra, en muchos aspectos, su envolvente estilo visual, cuyas inimitables señas de identidad pueden rastrearse a lo largo y lo ancho de su no muy extensa aunque brillante filmografía desde su sorprendente puesta de largo con Reconstrucción (Anaparastasi) en 1970.

Pues bien, una atenta relectura de la edición en castellano de The Films of Theo Angelopoulos, del profesor y escritor norteamericano Andrew Horton, editado por Akal Editores en el año 2000 con una gran profusión de datos filmográficos sobre el cineasta, a cuya recomendación no me resisto, nos brinda la oportunidad de aproximarnos más al arte de este incombustible demiurgo al que le encaja cualquier adjetivo elogioso salvo el de taquillero. Se trata, sin duda, de uno de los estudios más exhaustivos e influyentes que han aparecido en nuestro país sobre la obra de este ex crítico de cine y escritor que, en 1975, deslumbró a la selecta audiencia del festival de Cannes con su monumental El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1974/75), una profunda declaración de principios sobre el poder de la poesía en el cine que siguió profundizando a lo largo de su carrera hasta convertirla, cada vez con más convicción y complejidad, en el auténtico eje vertebrador de toda su obra.

Aunque todos han convenido en reconocer que el suyo es un cine inclasificable, un cine absolutamente personal, sin parangón, que rompe, película tras película, y mediante un discurso ideológico de una enorme fortaleza, con todas las convenciones del lenguaje cinematográfico, hay quienes le han atribuido ciertas influencias de algunos clásicos del cine nipón, del desaparecido maestro portugués Manoel de Oliveira, y hasta del mismísimo Michelangelo Antonioni, sobre todo en su imperturbable afán por otorgarle rango trascendental a todo cuanto filmaba.

Creador, como el desaparecido maestro italiano, de un concepto radicalmente innovador de la puesta en escena y de la resignificación del espacio fílmico como elemento cardinal en la formulación de su propio imaginario, explorador de universos míticos muy cercanos a la cultura y las tradiciones de su Grecia natal, así como a los milenarios conflictos étnico religiosos que han venido azotando a sus vecinos balcánicos desde tiempos inmemoriales, el autor de Los cazadores (I kynighi, 1977) constituye un referente inexcusable a la hora de entender la evolución del arte cinematográfico europeo de las cuatro últimas décadas a pesar de que, paradójicamente, su filmografía, integrada por poco más de una docena de largometrajes y tres cortos, siga siendo en algunos países, incluido el nuestro, sistemáticamente ignorada por las compañías distribuidoras, haciendo la salvedad de la formidable edición que, en 2005, lanzó en formato DVD el sello Intermedio de El paso suspendido de la cigüena (To meteoro vima tou pelargou, 1991), Paisaje en la niebla (Toio stin omichli, 1988), La mirada de Ulises (To vlemma tou Odyssea, 1995) y de La eternidad y un día (Mia aioniotita kai mera, 1998).

Su obra, cargada de una densa y a veces desgarradora belleza, se inicia en 1970 con Reconstrucción (Anaparatassi), un melodrama rural con ciertos ribetes de denuncia política, impulsado por el escenario social surgido tras la llamada dictadura de los coroneles, con el que obtiene el Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Salónica y cuyas ceremoniosas y elegantes secuencias preludian la actitud particularmente contemplativa con la que irá perfilando su personal concepto de la narración fílmica.

Trilogía de la memoria

Dos años más tarde emprende, con Días del 36 (Meres tou 36), lo que sería su famosa trilogía sobre la memoria colectiva del pueblo griego, completada, con maestría, con El viaje de los comediantes y Los cazadores, dos estremecedores dramas históricos que marcarían profundamente el acento político de sus filmes posteriores, y especialmente el de Paisaje en la niebla, donde bucea a fondo en uno de los temas más recurrentes en la historia más reciente de su país: la emigración masiva de trabajadores griegos hacia la Europa septentrional.

A través de un largo y fatigoso viaje desde el sur de Grecia al corazón de Alemania, dos niñas intentan ir al encuentro de su padre sin saber siquiera cuál es su auténtico paradero. En su itinerario, ambas irán descubriendo que la tierra prometida es un nuevo espejismo que acabará robándoles la inocencia y matándoles la ilusión de poder alcanzar su anhelado objetivo. Con la serenidad y el distanciamiento necesarios, Angelopoulos nos sumerge con esta película, como hizo dos años antes con El apicultor (O melissokomos, 1986), en un universo desolador en el que todo, al igual que en las grandes tragedias griegas clásicas, parece estar predeterminado para sus dos desdichadas protagonistas: lo mismo que para su ansiado padre, el mundo se convertirá en una inmensa cárcel que acabará con cualquier esperanza de cambio en sus vidas.

Cumbres artísticas

En El paso suspendido de la cigüena, su siguiente trabajo, así como en La mirada de Ulises y en La eternidad y un día, sus preocupaciones de matiz ideológico empiezan a pasar a un segundo plano para dar paso a un cine de corte existencialista con el que escalará sus más elevadas cumbres artísticas. Con Eleni (Trilogía: To livadi pou dakrisi, 2004), primera entrega de una trilogía dedicada a la historia moderna de Grecia, Angelopoulos nos propone un acercamiento a una etapa crucial en el proceso de consolidación política de su país a través de un relato de amor entre dos personajes condenados a vagar sin rumbo fijo a través de un paisaje desgarrador cuyo drama se acompasa con el que sufre, en los decisivos años veinte, una tierra castigada por sangrientos conflictos territoriales y por la insaciable codicia de las grandes potencias occidentales.

Pero sería La eternidad y un día, con la que obtuvo la Palma de Oro en Cannes, la película que, a nuestro juicio, mejor define sus aspiraciones artísticas y la que más ahonda en las dudas existenciales que embargaron su vida profesional. Hasta tal punto que su protagonista, Alexander (Bruno Ganz), un escritor que se dispone a vivir el último día de su desgraciada vida sumergiéndose en sus viejos recuerdos, no es otra cosa que una proyección de la propia personalidad de Angelopoulos, una mirada a su interior buscando respuestas a los múltiples interrogantes que le asediaron durante su lúcida trayectoria como insigne poeta que fue del tiempo y del espacio.