Lejos de parapetarse en el universo a veces opaco y casi siempre impenetrable de los filólogos, el catedrático Manuel Alberca, uno de los hombres de letras del año, ha apostado siempre por salir con su obra al exterior; incluso cuando ésta asoma desde la barba boscosa del amigo de Bradomín, el gran Valle-Inclán, su gran investigado. Ganador del prestigioso premio Comillas por La espada y la palabra (Tusquets), Alberca, como el dramaturgo, razona y escribe sin ataduras y sin el carné del partido en la recámara. Toda una excepción, en estos tiempos , y por partida doble, en la cultura y en la enseñanza.

A Valle-Inclán le tocó sobrevivir a un periodo, el de la restauración borbónica y el advenimiento de la República, en el que no pocos ven grandes similitudes con el actual. Sobre todo, por las tensiones y por el tono del discurso. ¿Es excesiva la comparación?

Se pueden establecer paralelismos, pero realmente soy de los que piensan que la historia, en el fondo, nunca se repite. Es cierto que entonces existía la misma sensación de desintegración del Estado, motivada, además, por una acción centrífuga muy parecida, con Companys lanzando su reto y los vascos proponiendo su estatuto. Lo que pasa es que por fortuna para nosotros no estamos en un momento tan dramático, y las consecuencias, aunque nada positivas, no serán, en ningún caso, las mismas. Con todo esto hay que ser muy prudente. Intentar buscar puentes a toda costa con el pasado no es la mejor vía para comprender una situación tan compleja.

Valle ha pasado a la historia como un escritor, también en lo ideológico, fundamentalmente inasible. Le han endilgado todo tipo de etiquetas: anarquista, conservador salvaje. Incluso, republicano y comunista.

En primer lugar, era, ante todo, carlista, tradicionalista y principalmente conservador. Pero guiándose más bien por arrebatos, sin fundamentos estrictamente políticos. Acaso lo único que revindicaba en sus declaraciones y en sus obras es un cierto culto al pasado. Despreciaba, por ejemplo, el galleguismo, entonces muy de moda entre los intelectuales de su tiempo, pero defendía el mayorazgo, el código señorial y caballeresco, que para él estaba por encima de la ley.

¿Por eso era tan aficionado a los duelos?

Era duelista, pero no de manera excepcional. Los duelos eran algo en su tiempo todavía muy común, aunque pocos de ellos se resolvían con la muerte. De hecho, en las redacciones de los periódicos había una sala de armas, porque los periodistas acostumbraban a batirse. Valle-Inclán tenía muy metido todo eso, hasta el punto de que, cuando su mujer le vino con una demanda de divorcio ni siquiera se planteó la posibilidad de acudir al juicio o contratar a un abogado. Para él eso era una intromisión, una injerencia de una manera de hacer justicia que consideraba inferior a la suya, a la de los caballeros.

A pesar de morir antes del golpe militar, el franquismo, al menos en su primera etapa, la tomó con su obra. ¿Qué es lo que le molestaba? ¿Acaso su extravagancia, su coincidencia crítica?

Resultaba sospechoso, como casi todo el mundo después de la guerra. En el archivo de Alcalá me encontré un documento oficial en el que era clasificado por los funcionarios del régimen como comunista. Y eso simplemente porque su firma aparecía en un manifiesto contra el hambre en la URSS, que era algo que firmaba todo el mundo. Incluso gente tan de derechas como Benavente. Volvemos a lo mismo. Valle-Inclán no era fácil de catalogar. Se sentía y declaraba carlista, pero muchos carlistas recelaban de él porque su literatura les parecía amoral y era estrambótico y alardeaba de fumar hachís y kif. Admiraba a Lenin, pero también a Mussolini. Y tenía entre sus amigos y protectores a republicanos como Azaña, que admiraban su obra, pero rechazaban su pensamiento político.

Artistas y políticos de signo ideológico distinto que se entienden, respetan y se ayudan. ¿Está usted seguro de que habla del mismo país, de la España proverbialmente cainita?

Sí, era una pluralidad que se daba en esa época y que lamentablemente se ha perdido. En España somos ahora muy sectarios: si un escritor se declara de derechas pasa a ser automáticamente descalificado para la izquierda y viceversa. Es un fenómeno que no se da en otros países, donde la ideología, en un artista, es algo secundario. Pienso, por ejemplo, en Francia con Céline, que era nazi, pero cuya obra se respeta y admira. Aquí todo esto da a veces situaciones muy ridículas. Y el ejemplo es el propio Valle-Inclán, al que algunos izquierdistas consideran todavía antifranquista, cuando eso es un anacronismo y una contradicción respecto a las ideas que defendía.

Lo que tampoco parece fácil es encontrar a un intelectual tipo Valle-Inclán, paradójico, sin adscripciones serviles, fuera de la ideología en bloque que define a los partidos.

Durante mucho tiempo la izquierda y la derecha se han prestado a ese juego; la izquierda rodeándose con fines electorales de lo que, en un sentido muy laxo, considera como artistas, buscando ser la única opción legítima de representación y defensa de la cultura. Y la derecha renunciando preventivamente a ese campo. Entre otras cosas, porque todavía hay pocos artistas que quieran ser identificados con opciones conservadoras. Todo esto lo vimos muy bien con esa campaña de la ceja en favor de Zapatero, que fue la culminación de la estupidez. Por fortuna las cosas están cambiando y ya no se le presta tanta atención a las opiniones políticas de los artistas. Y eso es lo sensato: salvo que uno brille como politólogo, el hecho de ser famoso en un campo no hace que un juicio político tenga más credibilidad que el de otra persona.

Hablando de contradicciones. Ese interés por fagocitar a artistas no se ve correspondido con un apoyo político al arte y a la cultura. Y, mucho menos, en los planes de estudios.

Estamos frente a un cambio de paradigma. La educación es casi siempre un reflejo de lo que pasa en la sociedad. Y más en una sociedad como la española, en la que el arraigo de la cultura es tan superficial, donde basta que se generalice cualquier tontería para que arramble con todo lo demás. Aquí somos muy de la novedad, mientras que otros países tienen más poso, dedican más dinero a las bibliotecas, no se fían de los resultados más inmediatos, apuestan desde infantil por contenidos más consistentes. Que no haya lectores tiene mucho que ver también con las escuelas; compare sistemas como el francés, donde se dedica tiempo a garantizar que cada niño se vuelva con un libro a casa. En España, por contra, y no deja de ser simbólico, las bibliotecas de las escuelas son un lugar de castigo, casi maldito. La educación, como la cultura, no se improvisa, es un goteo de años y años.

Sin embargo, casi todos coinciden, no sin infatuarse, con aquello de que estamos frente a la generación más preparada de la historia.

Eso es una verdad a medias. Puede, y es cierto, que haya más preparación en campos como los idiomas y la tecnología, pero es obvio que esa supremacía no se da ni se palpa en la cultura. Y eso se ve en todos los órdenes. Incluido, el de la prensa, en el tipo de periódicos de referencia que hay en España y el contraste con otros países que pudieran ser equiparables, como es el caso de Italia.

El país ha tenido más de treinta años para configurar un sistema educativo moderno y verdaderamente bien planificado. ¿Se ha desperdiciado una gran oportunidad para cambiar las cosas?

El problema es justamente el contrario, que se han hecho demasiados cambios. Desde los setenta, con la reforma de la ley general básica, hasta la ley Wert se han ido sucediendo nuevas leyes cada cinco años. Y no me refiero solamente al ámbito universitario, sino también al más elemental, al nivel básico, donde lo importante son cuatro o cinco aspectos que no deberían ser objeto de debate: leer, escribir, calcular y saber moverse en el entorno.

Los nuevos lectores, aunque sea una generalización, se inclinan más por los 140 caracteres y los reclamos de urgencia que por Tolstoi. ¿Avanzamos, en la peor de sus acepciones, hacia la simplificación?

No quiero parecer demasiado catastrofista, pero evidentemente el soporte condiciona. No lees igual en el móvil, donde la vista resbala y salta rápidamente de un contenido a otro, que frente a un libro o un periódico, que exigen mayores dosis de concentración. Está claro lo que decía Marshall McLuhan: «El medio es el mensaje». Y el soporte influye en la compresión, en la intensidad de la lectura que se hace.

La falta de expectativas laborales tampoco ayuda, deduzco, a crear nuevas y entusiastas vocaciones.

El desprestigio de las humanidades se debe, en gran medida,a la desproporción que existe entre el número de titulados y la capacidad de absorción del mercado. Está muy bien que la gente estudie lo que quiere, pero tiene que existir una correspondencia entre lo que te gusta, lo que estudias y lo que te va a permitir trabajar. Generar anualmente doscientos historiadores o periodistas más de los que se necesitan es un despilfarro. Las universidades invierten mucho en este sentido para obtener unos resultados tan pobres. Lo que ocurre es que ningún político lo dice y ninguna familia se atreve a reconocerlo. Y eso es un error, al igual que la obsesión por los títulos, que son como la antigua hidalguía, cuando lo que realmente se necesitan son otro tipo de profesionales. Nunca ha habido tantas facilidades para acceder a la cultura; las universidades no tienen que ser una academia cultural, sino un lugar de investigación y de formación de gente capaz de devolver a la sociedad todo lo que la sociedad le ha aportado.

En España casi nadie lee poesía. ¿A qué lo achaca?

España es uno de los países en los que más gente se declara poeta y más libros de poesía se editan al año. Y en cuanto a su lectura, no creo que varíe mucho de la del resto de países. La poesía, por su componente subjetivo y la exigencia de su lenguaje, es una cuestión de minorías. Pero eso no quita que se celebre como corresponde a sus autores. Hace dos años la revista francesa Le Magazine littéraire hizo una encuesta ambiciosa para elegir al escritor con el que todo el país se sentía más identificado. Eso aquí, con la izquierda y la derecha irreconciliable y odiándose cordialmente hasta el fin de los tiempos y con los nacionalismos, sería casi impensable. No seríamos capaces ni de ponernos de acuerdo en eso. Ni siquiera con Cervantes.

Este país nunca ha concedido demasiada importancia al género biográfico. ¿Fallan los autores o falla los lectores?

En España ha habido buenos biógrafos, pero nunca ha existido una escuela. Y eso no es casualidad, sino que se debe a algo fundamental y es la escasa defensa y cuidado del patrimonio histórico cultural. Ortega y Gasset intentó crear una colección de biografías, pero al final todos los que participaron se vieron abocados a hacer construcciones casi novelísticas. Sobre todo, por la ausencia de documentación, de datos. En otros países, y ahí están los resultados, la situación es muy diferente. Sólo basta con ver cómo se conservan las casas de los escritores en la Europa central, el respeto y el rigor con el que se conservan.

Acercarse a Valle-Inclán tampoco parece tarea sencilla. Da la sensación de que, en lo que respecta a la posteridad, el personaje ha devorado al hombre.

Valle-Inclán alimentaba a conciencia todo eso; inventó muchos personajes sobre sí mismo, se puso muchas máscaras. Ya en su época el propio Azaña dejó escrito que era una persona difícil, poco dada a la confidencia. En sus declaraciones públicas se contradecía, creaba una neblina en torno a él, probablemente para protegerse y no ser fiscalizado. Los primeros biógrafos tuvieron que enfrentarse a todo eso, a una ingente cantidad de historias imposibles que él mismo contaba, y en lugar de ponerlas en cuestión, las dieron por buenas y las ampliaron. Gómez de la Serna, por ejemplo, se deja llevar. Y el resultado es muy claro: escribe una muy buena obra literaria, pero con poca consistencia documental.

¿Es difícil detraerse a la tentación? ¿Qué es lo más importante para el biógrafo? ¿La verdad científica o la eficacia literaria?

Es una cuestión de equilibrio. Una biografía tiene que ser capaz de indagar y construir a partir de documentos contrastados y fiables, pero también debe existir una interpretación de los hechos y un relato que no sea sólo legible, sino además atractivo y con una estructura narrativa fluida. Para un escritor está segunda parte es más fácil, pero a menudo se desprecia la primera. Stefan Zweig aúna ambas virtudes.