"Practica el desapego como si tu casa ardiera cada noche", me repito delante del televisor apurando el cigarro y la segunda taza de café en la otra. Una señora corrupta se va de rositas al grupo mixto con un 32% más de sueldo, son las siete y media de la mañana y el estómago hace otro nudo ballestrinque, estómago español, de los que tienen elasticidad infinita para varios nudos semanales de vergüenza ajena... Por lo menos tenemos tripas, quizá ésa es la diferencia de los que van asomando por un plasma.

«No les hacía falta violar a nadie, ellos ligaban mucho», escucho a una chica en las noticias, mientras le preparo el plato de desayuno a Divine, mi gata. Parece que los chicos de Pamplona que ligaban los cinco en un portal a punta de miseria son unos santos varones, «y simpatiquísimos, ¡oiga!». Algo peor que la mediocridad es alabarla. Si es que van provocando... los miserables.

De pronto, una voz seca, ronca y desbocada suena por encima del televisor; desde la ventana que da al callejón exhala improperios dignos de un viejo marinero que se hubiera traspasado el pie con un arpón. Para mi sorpresa, una señora bastante más joven de la edad que aparenta pierde los papeles delante de una moto a la que habían rellenado el depósito con arena. Todas las ventanas, asaltadas por vecinos, señoras mayores y, por desgracia, mucha gente de mediana edad que le ha perdido el pulso a las cuarenta horas abisales o que ni siquiera ha estrenado la vida laboral. Una de esas sombras se hace carne y hueso con un niño en los brazos increpando a la señora: ha despertado a su vástago. Imagínense cuando esa fiera de uno cincuenta escucha a ese hombre reprobar su comportamiento. «Traficante» es lo más suave que escucho. Tengo suficiente cuando empieza con la condición sexual del individuo: creer que es un insulto llamar «maricón» en el siglo XXl ya termina de retratar a la sujeta. Después la policía y la vuelta a la tortilla de que el vecino la había amenazado entre llantos, si no recuerdo mal; lo último que escuché antes de las sirenas era a esta señora diciendo que le iba a hundir la vida cuando vinieran «los guardias».

Tras una buena dosis de Tom Petty y Gram Parsons a un volumen considerable para intentar limpiar mis oídos de tanta rabia contenida, me dispongo a bajar de mala gana a la calle: habrá que comprar el pan nuestro de cada día. Por las escaleras veo movimientos de muebles y una señora muy mayor a la que no me he cruzado en el tiempo que ando por aquí llorando. La portera me informa de que el hijo había perdido su casa y ahora iban a por la de la madre que lo avaló en los tiempos de bonanza. Ver a esa señora con su bata negra y un pelo plateado como el filo de la navaja que la sostiene, sin saber qué ha pasado con su casa ni a dónde se va a ir ahora es un tiro certero en la rodilla de la impotencia.

Necesito otro café. Ya en la barra del bar un parroquiano aconseja de forma socarrona a otro bastante mayor que deje el tabaco, que se lo va a llevar a la tumba antes de la cuenta. El otro le da un trago largo a su copa de anís, que estaba hasta la línea roja, saca un paquete ajado de tabaco negro, le da un golpe en el culo del envoltorio haciendo asomar un pitillo. Mientras se gira y le da lumbre al asunto con una calada profunda como el último pasillo de una mina de carbón, una neblina asoma por sus hombros saliendo por la puerta y con voz de papel de lija le responde: «¿La vida? To pa ná».