El articulista de La Opinión está en racha: en pocos meses ha publicado dos libros, uno de microrrelatos, 'Ciudad Violeta', y, ahora, 'Wolframio', una «novela a dos veces», sobre la relación entre autor y personaje, sobre las razones por las que escribimos, sobre la verdad y la ficción. El Ateneo acogerá el jueves-20.00 horas- la puesta de largo del volumen, que contará con la presentación de Guillermo Busutil.

Tras diez años sin publicar en seis meses ha lanzado dos libros, uno de microcuentos y esta novela. ¿Por qué ese silencio tan largo y estas ansias de ahora?

Fue un silencio impuesto. La crisis que arrasó con casi todo en España, de las primeras cosas que se llevó fueron las llamadas editoriales independientes, pequeñas empresas empeñadas en un modelo de literatura que no encuentra cabida en las grandes editoras, siempre más preocupadas por los números que por las letras. De modo que quienes hacemos una escritura más comprometida con el hecho artístico de la literatura que con su parte comercial (lo que no quiere decir que no nos guste que compren nuestras obras, sino que no escribimos pensando en los compradores potenciales), nos quedamos fuera de juego. Las dos obras que mencionas estaban escritas hace años. Concretamente, Wolframio la terminé a finales de 2009, pero no encontré donde publicarla hasta que El Toro Celeste, una editora malagueña impulsada por los poetas Rafael Ballesteros y Juan Ceyles, se decidió a hacerlo. Y lo mismo pasó con los cuentos de Ciudad violeta, historias paralelas. De modo que después de casi una década sin publicar, me veo con dos libros en la calle casi a la vez, pero ha sido una pura casualidad o, si lo prefieres, una coyuntura del mercado.

Una curiosidad: ¿por qué el elemento químico da título a su novela? Sin desvelar demasiado, por supuesto.

Wolframio es una obra que están escribiendo dos personajes, Moe y E.E. En cada una de sus obras, han creado un protagonista sobre quien descargan todo lo malo de sus vidas. Moe crea a E.E. y E.E. crea a Moe. Escriben como quien perfora una mina, buscando encontrarse a sí mismos. Por eso, porque escriben igual que si bajasen a un yacimiento inseguro y negro, llaman Wolframio al producto que obtienen.

Plantea Wolframio como un juego de espejos. En su momento también describió Donde las nubes dan sombra como una especie de juego. ¿Tan importante le resulta el juego en la literatura?

La literatura es un juego. Yo, cuando escribo, juego a transformar la realidad, a volverla habitable. La imaginación es el juguete que traemos de serie y, si tienes suerte, te acompaña toda la vida. Cuando perdemos la capacidad de imaginar, de fabular, es cuando la vida empieza a ser un tostón insoportable.

También asegura que sus novelas «nacen de un compromiso estético». ¿Cuál ha sido el impulso de Wolframio?

En Wolframio lo más importante es el lenguaje. También la estructura, pero sobre todo el lenguaje. Me importa mucho lo que se dice, pero especialmente cómo se dice. Me aburren extremadamente todas esas novelas llenas de un lenguaje ramplón, soporífero, sin riesgo, con los adjetivos de siempre… La literatura debe ser una exploración, no una explotación de la receta mil veces repetida. Hay que buscar nuevas formas estéticas si queremos hacer un producto artístico. Si lo que queremos es seguir haciendo basura comercial que se venda en supermercados, pues entonces sigamos poniendo fórmulas del tipo «un bello amanecer», «ojos fríos como el acero», y por ahí todo seguido.

Me contaba el otro día Isabel Bono que ella escribe poemas para vaciarse y prosa por el puro placer de construir. ¿Cómo es en su caso?

Es que yo no tengo un género para cada cosa. Yo siempre he pensado que es imposible alcanzar un cierto nivel artístico sin tener un alto dominio técnico. Imagínate un arquitecto al que llaman de una ciudad para construir un puente, y el tipo dice: «¡Qué lástima, un puente! Lo siento… Yo es que sólo hago bien las torres. Si alguna vez necesitan una, no duden en llamarme». Pues esto más o menos lo mismo. Cuando tienes una idea, que debe nacer de una emoción, has de encontrar el cauce técnico adecuado para expresarla. Dicho esto, yo escribo, como César González Ruano, para ponerme en limpio. Hay un poema de Carlos Marzal que expresa muy bien la idea: «Si sé lo que escribir,/ jamás escribo./ Si escribo es por saber lo que sabré,/ aquello que aparece/ al descubierto/ mientras uno escribe».

Hace veinte años justos desde la publicación de su primera novela, Hombres de luz. ¿Qué ha aprendido del oficio?

Mis dos primeras novelas fueron de tanteo, de búsqueda… Un atrevimiento. Quería saber si podía hacerlo. Escribir una novela es como echarse a nadar en la orilla y creer que uno tendrá las fuerzas suficientes para llegar al otro lado, para cruzar el océano. Descubrí que sí, y eso era importantísimo. Pero, sin duda, lo fundamental fue encontrar mi propia voz. Eso ocurrió más tarde, con Angélicas y diabólicas, un libro de relatos publicado en 2002. Ahí encontré mi voz literaria, me reconocía a mí mismo en mis palabras, en mi sintaxis, en mi ritmo… Luego he ido explorando todo eso, siempre caminando por la frontera entre los géneros, mezclándolos, haciendo que mis poemas tuvieran una cierta narratividad y mi prosa una fuerte carga poética… La poesía no es solamente una cuestión de composición, de romper la línea aquí o allá… La poesía es sobre todo una cuestión de lenguaje y ritmo, y da igual si va escrita a renglón seguido o partida en versículos. Y, por las mismas razones, la prosa no puede basarse exclusivamente en el argumento, debe soportarse en lo más importante, en la palabra.