De no ser una de las mayores tragedias que ha azotado a la Humanidad, la historia de Hitler y sus monstruosidades podría verse como una gigantesca farsa en la que su principal protagonista y sus seguidores se mueven al compás de una infernal música inspirada por las drogas. En El gran delirio (editorial Crítica), Normal Ohler ofrece un punto de vista tan esclarecedor como terrible sobre las brutalidades cometidas por el nazismo con un líder que era un drogadicto al que su médico personal suministraba hasta 74 estimulantes distintos, que era capaz tras un jeringuillazo de hablar sin parar ante un agotado Mussolini durante horas o estar feliz como una perdiz el día que los aliados desembarcaron en Normandía.

Mucho se ha escrito de la locura de un hombre que condujo a su país y a sus enemigos a un infierno con millones de víctimas, pero ahora sabemos gracias a cinco años de investigación que aquel ser inhumano no sólo consumía drogas, lo que explica en gran medida el mundo irreal en el que vivía cuando el real se desmoronaba a su alrededor, sino también la entrega fanática de una sociedad y un ejército entre los que se fomentaba el uso de metanfetamina, hoy conocido como cristal meth o meta.

El éxito de las campañas rápida, blitzkrieg, se alimentó no tanto de la superioridad militar, que no era tal, como de la decisión de repartir entre los soldados millones de dosis para fomentar su ardor guerrero. Las consecuencias devastadoras sobre las fuerzas francesas vinieron provocadas por «los efectos psicológicos causados por el ataque de los desatados alemanes. Y esta campaña se decidió en las psiques. Con respecto al veloz paso alemán por el Mosa y el fracaso defensivo francés, un informe de investigación galo habla de phénomène d’hallucination collective». Como zombis.

Ya en los estertores de la bestia nazi, «delante del Estadio Olímpico repartían metanfetamina a los chavales para que no se lo hicieran encima ante la llegada de los tanques y la artillería pesada del Ejército Rojo». ¿Significa esto que el III Reich se vino abajo por culpa de las drogas? No, que quede claro: «El capítulo más oscuro de la historia de Alemania no se descarrió porque se tomaran demasiadas sustancias adictivas. Éstas solamente reforzaron algo que ya estaba predispuesto».

La aparente lucha de los nazis contra la droga era una farsa. En realidad «hubo una sustancia especialmente pérfida, especialmente potente y especialmente adictiva que se convirtió en un producto de consumo popular. Legalmente, en comprimidos y bajo el nombre comercial de Pervitin. Su ingrediente, la metanfetamina, es actualmente una sustancia ilegal o está estrictamente reglamentada»,. La mentalidad del dopaje se extendió por todo el país, «la pervitina permitió al individuo funcionar en la dictadura», incluso salió al mercado «un surtido de bombones aderezados con metanfetamina».

Por consiguiente, escribe el autor, «la pervitina hizo más fácil para el individuo acceder al estado de enorme excitación y a la publicitada autocuración que supuestamente habían cautivado al pueblo alemán. La potente droga se convirtió en un producto de primera necesidad cuyo fabricante tampoco quería ver limitado al sector médico. ¡Despierta, Alemania!, habían exigido los nazis a través de una canción de su partido. La metanfetamina se encargó de mantener despierto al país. Enfervorizada por un funesto y embriagador cóctel de propaganda y principio farmacológico activo, la gente cayó en un estado de dependencia cada vez mayor. La idea utópica de una comunidad basada en convicciones y que vive en armonía social, tal como le gustaba propagar al nacionalsocialismo, resultó ser un espejismo a la vista de la competencia real entre intereses económicos individuales en una meritocracia moderna. La metanfetamina salvó las fracturas generadas y la mentalidad del dopaje se extendió por todos los rincones del país. La pervitina permitió al individuo funcionar en la dictadura. Nacionalsocialismo en pastillas».

En 1939, «la fiebre de la pervitina recorrió el III Reich y se ensañó, por ejemplo, con las amas de casa que, en plena menopausia, engullían pastillas como si fueran bombones, las madres primerizas que, durante el período puerperal, tomaban metanfetamina para combatir la depresión posparto antes de dar el pecho, o las viudas exigentes que buscaban a su postrera media naranja en las agencias matrimoniales y se desinhibían en la primera cita con elevadas dosis. El ámbito de indicación del medicamento ya no conocía límites. Partos, mareos, vértigos, alergias, esquizofrenia, neurosis de ansiedad, depresiones, abulia, trastornos cerebrales...».

Ohler se mete en su estremecedora obra «en la piel de unos asesinos más ávidos de sangre y de un pueblo obediente que había que limpiar de todo veneno racial o de otra índole». Por sus venas y arterias no fluía precisamente pureza aria, sino química alemana bastante tóxica: «Cuando la ideología no daba para más, se recurría sin escrúpulos a los fármacos para darse un empujoncito, tanto en las bases como en las élites». El autor dio con el material en Coblenza, en el Archivo Federal de Alemania: «El legado de Theo Morell, el médico de cabecera de Hitler, me atrapó y ya no pude dejarlo». Hitler (el paciente A en sus notas) nunca confió en un especialista que supiera de él más que él mismo, pero el afable Morell, de aspecto bonachón en inofensivo, «le transmitió seguridad desde el principio. Morell no tenía la más mínima intención de importunar al Führer escudriñando su interior para detectar una eventual causa oculta de sus problemas de salud (flatulencias). Le bastaba la aguja para sustituir el circunspecto obrar médico. Así, cuando el jefe de Estado debía estar operativo y exigía una analgesia rápida e instantánea para cualquier tipo de infección, Morell dudaba con Hitler lo mismo que con una actriz de revista del Metropol-Theater berlinés y le preparaba una solución de glucosa del 20 por ciento de los laboratorios Merck o una inyección de vitaminas».

Cocaína

Hitler se convirtió en poco tiempo «en un entusiasta consumidor de cocaína, pero fue capaz de dejarla a mediados de octubre de 1944 para pasarse a otros estimulantes». En los meses posteriores al atentado, cuando el consumo de drogas de Hitler «alcanzó cifras de récord, el dictador perdió definitivamente el equilibrio bioquímico, y, en consecuencia, la salud. Stauffenfenberg no había conseguido matarlo, pero lo había convertido, indirectamente, en un toxicómano. Hitler fue decayendo». Y entonces llegó el Eukodal: cuando los aliados entraban por todas partes en Alemania, su líder supremo vivía en los mundos de Yupi: «El potente narcótico disipó cualquier duda sobre la victoria y cualquier empatía hacia las víctimas civiles, e hizo al dictador aún más insensible hacia sí mismo y el mundo exterior». Aquellos días infernales de derrumbe nazi «solo se le hizo soportable porque consumía narcóticos fuertes y levantaba barricadas farmacológicas a su alrededor. El sistema de delirio totalitario que él mismo había creado no contemplaba en absoluto a un Führer sobrio». Pero su despensa se estaba quedando vacía, y eso era fatal para el doctor Morell. El camello se estaba quedando sin sustancias que inyectar. Y eso le hacía innecesario. Odioso incluso: con las bombas rusas lloviendo sobre Berlín, su paciente A le despidió: «¡Váyase a casa, quítese el uniforme de médico de cabecera y haga como si no me hubiera visto nunca!», le gritó mientras le agarraba por el cuello.

El 27 de abril de 1945, Hitler repartió cianuro potásico entre sus fieles y firmó su testamento político entre temblores despotricando una vez más contra los judíos («intoxicadores del mundo»). Estaba listo para su última dosis.