­Le dieron el Nobel y al final ha llamado por teléfono. Que sí, que claro, que lo quiero. No se sabe si marchará a Estocolmo, lejana y fría. Ahora saca al mercado una caja con treinta y seis discos que recoge íntegra la gira emblemática del año 66, la que hizo junto a los canadienses The Band/The Hawks. Entonces le gritaron Judas, no se sabe si por Tadeo o por Iscariote. Luego decidió caerse de la moto. Desde entonces es el único dueño de su destino, lejos de la tiranía de las modas y del público y de los representantes. Tres veces se le dio por muerto y otras tantas resucitó. Ése es Dylan, el eterno impredecible, uno de los imprescindibles.

El artista distorisonado

Lo de Dylan sí que ha sido un sorpasso que ha dejado en la cuneta de la desolación a esas decenas de escritores talentosos que habitan el mundo y que también merecen de vez en cuando el que su obra sea reconocida por prestigiosos premios que ayuden a su vez al engorde de las magras, paupérrimas carteras. Dylan, es cierto, ni de lo uno ni de lo otro anda lo que se dice muy necesitado pero no hay sarna que con gusto no pique y la ocurrencia/decisión de la Academia Sueca parece que le llenado de un raro orgullo que lo ha dejado por unos días bajo los efectos de un profundo noqueo. En estas semanas de revuelo mediático Él sigue a lo suyo, embarcado en otra etapa de su girar eterno, cobijado en ese autobús de cristales tintados en los que juega con sus perros, escribe porque es lo suyo canciones y canciones y páginas y páginas de sus cotizadas Crónicas, garabatea en un bloc el diseño de las futuras puertas que forjará en su taller, lee y relee viejos libros y revistas nuevas, contempla en el ángulo oscuro la guitarra quizás olvidada y se echa una partidita de dominó americano, o sea el póquer de los jóker, con los de la banda y los de seguridad, que son su familia más cercana y fiel. Y arrastra, además, las manías propias de un hombre que se sabe de lleno en el último tramo de la vida. Es por eso que lleva tantos años refugiándose del mundanal ruido y rogando que le dejemos en paz, que lo único que quiere hacer es cantar y cantar hasta que Dios se lo permita.

El principal escollo que tienen que sortear los que se enfrentan por primera vez a la obra dylaniana es el arrecife de lugares comunes que se ha formado a su alrededor y que los mass media se han encargado de repetir y propagar hasta convertirlos en una suerte de verdades absolutas e inamovibles: que si sólo lo mueve el, que si la vez que lo premiaron no, que si cuando actúa pasa de. Y en el colectivo de esa masa popular y anónima que estudiara Canetti se fragua la figura de un ser antipático, una imagen distorsionada del artista prepotente, una siniestra máscara recién salida del Callejón del Gato de Valle Inclán. Y todo esto como que muy infantil y lejos de las nuevas corrientes que abogan por el pensamiento lento y la reflexión profunda y que ayudarían a mostrar el perfil de un creador supremo, colosal, desproporcionado, único, titánico, en esa línea que ya frecuentara su admirado Pablo Ruiz Picasso.

El artista laureado

Es casi seguro que quienes lo apadrinaron en el Comité Nobel llevaban años y años de ardua labor persuasiva, intentando darle a conocer a la Humanidad el talento, el genio y la originalidad (una variante de las Gracias que siempre ha estimado la crítica literaria) que encierran muchas de las letras de sus canciones. Insistiendo e incidiendo una y otra vez en el profundo placer estético que se experimenta cuando a lo sublime de su declamación (su peculiar e hipnótica forma de cantar y encadenar los versos y alargar las palabras y pronunciar ciertos sonidos) se le une el empleo de un lenguaje poético que, sencillamente, no existía antes en la música popular. Dylan, con ello, descubre un nuevo territorio, se inventa un género, construye otro carril en la saturada carretera que emplea la Literatura para comunicarse y por la que se lanzarán como bólidos y sin pensárselo dos veces esa oleada de canta/autores que emerge en los 60 desde los cuatro rincones del mundo y que en un arrebato de sensatez decidieron que era llegado el momento de a los versos de sus poemas alumbrados bajo el candil de la bohemia ponerles la melodía de los acordes de sus precarias guitarras callejeras.

Además que el Nobel de Literatura no se otorga sólo a un autor, más bien se trata de elegir a alguien que funcione como representación y bandera de un movimiento, una cultura, una lengua, una tradición. A nadie se le escapa que Aleixandre fue el símbolo del 27 y Saramago concentró el reconocimiento al portugués. Lo mismo hubiera dado Alberti que Lobo Antunes. El de Asturias valoraba el impacto del realismo mágico y el galardón a Beckett hacía lo mismo con el teatro del absurdo. Pero ahí siguen enormes las figuras de Carpentier y de Ionesco. Los académicos suecos pretenden, nada más lejos de su intención, y a veces errando el tiro y a veces olvidando acertar en el blanco (Tolstoi, Joyce, Kakfa, Borges), orientarnos de la mejor manera posible en ese maremágnum que es el mundo de las letras, poblado a estas alturas del siglo XXI por miles y miles de potenciales ganadores. Intentan, eso creemos, mostrar al mundo que la Literatura es un territorio rico y no acotado, no agotado, que no tiene ni quiere fronteras porque es en su libertad donde reside buena parte de su grandeza. Nadie sabe porque todos ignoran hacia dónde se dirige ese barco milenario que navega gracias a la imaginación de los hombres (y sí, menos mal, también de las mujeres).

El artista influenciado

Es cierto que al mundo de Dylan nadie llega por sus letras. Pero todos acaban en ellas, impregnados/impresionados. Es un viaje que, una vez emprendido, no acaba jamás porque siempre parecerá recién iniciado. Ahí es donde reside parte de su misterio, de su embrujo. En el libro/tocho Dylan: Letras (1961-2001), Alessandro Carrera, en un alarde de abrumadora erudición, pone de relieve el caudal de influencias que empapa y alimenta el cancionero dylaniano, un corpus que a día de hoy se estima en más de quinientas composiciones. La lista de autores y obras pone en evidencia a una persona que desde muy joven tuvo bastante claro a qué fuentes había que acudir para poder levantar piedra a piedra un edificio sólido, duradero, intemporal. La Biblia, la suma de los distintos libros que la conforman, es una constante desde sus inicios. Por sus versos fluye el largo aliento de Ezequiel, Jueces, el Apocalipsis, el evangelio de Lucas o el Eclesiastés. Tener, por tanto, un conocimiento solvente del texto sagrado ayuda tanto a comprender sus letras como a la persona, que en varios momentos ha conocido profundas crisis religiosas ante las cuales, cínicos como somos, sólo hemos sabido contestar con la burla y el desdén.

De la época clásica le interesan escritores puntuales, ya sea Dante, Petrarca y, retrocediendo en el tiempo, Virgilio. Una vez situados en la Edad Moderna, beberá de los ingleses (el padre Shakespeare del que nadie reniega, el artista total Blake, y los medio ingleses y también nobelizados Yeats y Eliot), los americanos de la yanqui nación (el maldito Poe, el bendito Whitman, el desconcertante e. e. Cummings y el enjambre que se forma en derredor del movimiento beat, los Jack Kerouac, Allen Ginsberg & Company).

Luego, como hombre curioso, va picoteando de aquí y de allá, los simbolistas franceses, con Rimbaud y el yo es otro tomados como guía y lema, Brecht, Chéjov, el I-Ching que conoció a través de Jung, la lectura atenta y esotérica de la baraja del Tarot. En fin, casi todos ellos recogidos por Harold Bloom como parte del canon occidental literario que huye de las modas pasajeras y los pasajeros impuestos bajo los criterios de las cuotas.

El artista escuchado

La obra de los artistas totales (J.R. Jiménez, Picasso, Mozart) requieren y precisan de una entrega de años para un asimilación completa y un conocimiento cabal. En el caso/Dylan la labor puede abarcar un cuarto de siglo. Hoy mismo se puede emprender la tarea con una escucha atenta del Blonde on Blonde, el del sonido mercurial. Cuando escuchen el disco cinco o seis veces podrá ocurrir que les guste mucho. No es tampoco obligatorio. Hay personas que detestan a Federico García Lorca o que les parece infumable Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y siguen siendo ciudadanos con plenos derechos y deberes. El problema está en si les gusta, como ya lo advertía Joan Báez para que tuviéramos cuidado. De Manuel Torre afirmaba Juan Talega, que de cante sabía lo suyo: «Lo oías una vez y no se te quitaba de la cabeza». Pues lo mismo, pero en inglés.

Así que si caen en la red, si muerden el anzuelo y se tragan el cebo, entonces el hechizo será completo y se convertirán en uno más de los iniciados en el Universo Dylan. A partir de ese momento todas las historias personales coinciden: un disco llevará a otro, intentarán aprenderse las letras, leerán las traducciones en una tarde de lluvia y viento y no darán crédito ante semejante torbellino creativo. Se sorprenderán de que antes nadie les hubiera hecho caer en la cuenta de la existencia de ese monstruo de la naturaleza que relacionaban en su ignorancia con un par de canciones, tres salidas de tono y cuatro fotos icónicas. Se les ocurrirá que hasta tendría que ser una asignatura obligatoria en los institutos. Otra más.

Oirán con una sonrisilla de condescendencia en los labios algunos discos que antaño veneraban (antes, claro, de la conversión al estilo San Pablo). Y sin haberlo percibido se habrán transformado en un dylanita, cuya religión acoge en su seno a varios millones de feligreses en el planeta Tierra y que durante cincuenta años han sido convocados al ritual de los conciertos. Y marcharán de camino al trabajo en un autobús atestado de pensionistas, sacarán al perro a dar un paseo otoñal por un parque grafiteado, fregarán los platos de la cena/desayuno mientras suenan y avanzan en los auriculares Idiot Wind, Not Dark Yet o Red River Shore y se preguntarán, moviendo la cabeza, qué es lo que quieren decir exactamente los que afirman y proclaman estos días que eso, eso, eso, eso no es poesía.