Salvador Dalí. Camba. Mozart. La Benemérita. Una playa de Gran Bretaña, de pertenencia española, repleta de muertos con traje de pajarracos. ¿Alguien da más? Alfonso Vázquez regresa con toda su artillería. Mucho más que carcajada fina.

Su novela insiste de nuevo en San Ronque on-the-Rocks, la delirante colonia española, ya famosa entre sus lectores, situada en Inglaterra. ¿Qué pasa? ¿No tenía bastante con Torremolinos?

Supongo que no. Cuando comencé a escribir el libro había una sería de imágenes que me perseguían como una pesadilla. Y una de ellas era la de un hombre muerto en la playa exóticamente vestido de loro. Es una imagen que, en cierto modo, podía ser una respuesta más o menos disparatada a Tormenta de verano, de Juan García Hortelano, que también comienza con un cadáver en una colonia de vacaciones. García Hortelano me parece, junto a Valle-Inclán, un escritor fundamental. Sólo que, entre otras cosas, todo eso no lleva como aquí a La invasión de los hombres loro.

El Brexit, la Invencible, Lineker o los piano-bar de Benidorm. ¿Seguro que sería deseable perseverar en las relaciones con Reino Unido? ¿ Contar con una isla española en suelo inglés no resultaría potencialmente catastrófico?

Sería como Gibraltar: pura tragicomedia. Gibraltar es una broma cariñosa de la Historia y a mí particularmente me gustaría que continuara. No deja de ser entrañable y humorístico que descendientes de malteses y genoveses que viven en Cádiz se sientan profundamente británicos. Sea cual sea la solución, ojalá nunca se pierda el toque inglés, que dure la broma histórica, con el spanglish y demás peculiaridades maravillosas.

Supongo que, puestos a colonizar, la Guardia Civil siempre da más juego que Scotland Yard.

Por supuesto. Y no sólo eso: la novela transcurre en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, con los ingleses muertos de hambre y haciendo contrabando de aceite de oliva, chorizo, Valdepeñas y hasta de libros de Valle-Inclán, que son leídos en pequeños círculos y de manera casi religiosa, con admiración. Ahí he querido homenajear a Valle, que es un autor injustamente infravalorado, quizá porque no murió a mano de ninguno de los dos bandos, y también constatar el amor por el libro y la lectura en un momento histórico en el que, en general, nadie lee. Y en el que, dicho sea de paso, se dan unas condiciones tan burras como para que tarugos como Donald Trump pueda alcanzar el poder.

Y, de repente, de San Roque on-the- Rocks, de Dalí, de Camba y hasta de la sombra de Rodolfo Valentino a Salzburgo y a la infancia de Mozart. Un salto brusco de partitura, ¿no?

Ésa es una de las ventajas de las novelas humorísticas, que te permiten mezclar cosas con más libertad. Desde luego, no soy un pionero en este tipo de estructuras; han estado muy presentes en la historia de la literatura. Y si no, ahí está Bulgakov y El maestro y Margarita, que empieza hablando de la Rusia de los años treinta y luego de Jesucristo. En mi caso, siempre tuve la obsesión de escribir sobre Mozart, que me parece un genio, capaz de hacer payasadas y a la vez de firmar una producción, de principo a fin, completamente sublime. Mozart aparece en la trama, pero también uno de los hijos de Bach, Johann Christian, al que muchos consideran su maestro.

A pesar de Joyce, de Cervantes, de Rabelais, da la sensación de que la novela se ha vuelto excesivamente solemne. Hasta el punto de que se habla del relato de humor como un género chico.

Sí. Y con condescendencia, parece que casi hay que pedir disculpas. España ha dado la espalda a esa parte tan importante de su historia y de su literatura. Pero no es exclusivo; ocurre en todas las disciplinas. Un cómico tiene menos posibilidades de ganar un Oscar que un actor que hace de tetrapléjico o que actúa enyesado.

Las cosas de la patria tampoco se toman precisamente como un asunto humorístico.

Exacto. Y todo eso de las banderitas, de las naciones... siempre me parecieron objeto de humor. De hecho, me río de eso en esta novela. Me asombra cómo la gente le da tanta importancia. Mejor enarbolar la bandera del humor que agarrarse a un mástil vociferando con la bandera que sea. Los patrioteros tienen poco sentido del humor.