Raymond Chandler figura por méritos propios en el Olimpo de los escritores ilustres de todos los tiempos. Se lo tuvo que ganar peldaño a peldaño y copa a copa. Desde joven le gustó beber, quizás para esquivar a la tirana timidez y porque bajo los efectos del alcohol el mundo le mostraba una más variada y rica paleta de colores. Lo repetimos, le costó triunfar y llegar a lo más alto, tanto como a un caracol con artrosis trepar por las escaleras del Corte Inglés en un día desquiciante de rebajas. Una vez arriba ignoramos si está sentado a la derecha de Dios/Padre, al que tan difícil como inútil como polémico resulta ponerle un nombre literario, o está de cháchara y parranda en las afueras con los perdidos William Faulkner, Ernest Hemingway y John Steinbeck, echándole un tiento a la petaca para no perder la costumbre.

Siempre le molestó que se refirieran a él como a un excelente escritor de novelas policíacas o de detectives. Heredero directo del Hammett de El halcón maltés, de quien nunca renegó, y primo hermano del James Cain de El cartero siempre llama dos veces, al que nunca soportó, fue en el diálogo y en la descripción de ambientes y personajes singulares donde nos dejó su sello más personal. Nunca le preocupó demasiado mostrar un hilo conductor claro y sí una trama oscura y turbia. Se sabía un buen escritor, con algo de talento y un poco de vanidad, educado en un casi exclusivo colegio inglés que le pagó su tío y que le dejó como principales secuelas una extraordinaria cultura grecolatina y cierto aire elitista, con pipa de tabaco incluida. Al volver a los USA del precrack, trabajó entre otras cosas como directivo en varias empresas petroleras, de donde lo echaban por su querencia a la barra.

Era la década de los 30 y él pasaba de los cuarenta. Entonces, sin demasiado futuro como décadas después nos recordaran los Sex Pistols, se decidió por escribir relatos que mandaba a distintas revistas pulp que publicaban todo tipo de historias: romances cursis, fantasías imposibles, terror adolescente, ciencia ficción de platillos volantes, asesinatos pasionales con sus posteriores chantajes telefónicos. Pero se empeñó y no cejó y al fin logró que le pagaran cuatrocientos dólares por una de sus historias, ya no recordamos si por Sangre española o por Peces de colores, donde conocemos a los detectives Ted Carmady, John Dalmas y Delaguerra. En esos relatos ya mezcla Chandler el conjunto de ingredientes que con más acierto sabrá combinar en sus novelas: dinero, poder, policías, tabaco, alcohol, Los Ángeles y su capa de smog que lo cubre y asfixia, comisarías, pistolas de todos los calibres y cañones, casinos flotantes o decadentes o clandestinos y un cierto aire eléctrico sexual que aportan las mujeres con sus dosis de fatalidad: la rubia platino, la rica aburrida, la divorciada con aires de venganza, la pelirroja peligrosa, la cabaretera del pasado oscuro, la misteriosa, la consentida, la asesina, la caprichosa...

A mediados de los 40 Hollywood se fijó en él, cuando estaba sin un dólar y para que adaptara al cine Perdición. Fue un éxito de claros clarines sonoros. Se inauguraba una breve e intensa relación con los principales estudios, despachando guiones a regañadientes y peleándose si era necesario con los mismísimos Billy Wilder y Alfred Hitchcock. Todo un carácter. Se trató de una relación meramente comercial en la que ambas partes ganaron mucho dinero sin dormir jamás en el mismo colchón.

Un detalle minúsculo pero revelador de su personalidad: su mujer, Cissy, le llevaba casi dieciocho años. Como era de esperar, ella murió antes y supuso su derrumbe físico y mental. Al menos una vez intentó el suicidio. Sentía por ella un profundo y sincero amor que no habría que confundir con los escarceos de sus primeros tiempos. Cambiaron de casa infinidad de veces, y sólo fue en La Joya, San Diego, al sur de Los Ángeles y cerca de la raya con México, donde encontraron un remanso de paz y decidieron, en un arrebato de modernidad y sensatez, no tener hijos. Fueron sustituidos por Kate, una gata de la que con rendido amor habla en sus cartas como un siglo antes hiciera Schopenhauer de su perro Atma, al que llamaba hombre.

A Chandler le gustaba comunicarse con el mundo a través de cartas que dictaba a un cacharro y que luego pasaba a limpio su secretaria. Se intercambió misivas con colegas, editores, agentes, publicistas y admiradores. Están llenas de perlas y hallazgos: «Nunca he ganado dinero escribiendo. Trabajo demasiado lento, descarto demasiado, y lo que vendo no es en absoluto la clase de cosas que realmente quiero escribir». Del difícil oficio del escritor apenas sabía dar unos pocos consejos. No le era grata la función del escritor. Con los años se le volvió una tarea titánica, colosal, asfixiante. Le llegó a repugnar. Se daba cuenta de esa barrera infranqueable que se abre entre lo que uno sueña y lo que luego vuela y queda plasmado en el folio. Tan diferente y extraño como un chimpancé en la sección de filosofía de una biblioteca pública, subrayando la Crítica de la Razón Pura de Kant y pidiendo a gritos silencio y tranquilidad, concentración.

Pertenece a esa vieja escuela que defiende que el escritor nace y nunca se hace. Creía en la inspiración, a la que había que esperar con infinita paciencia sin hacer otra cosa. Sólo son necesarias cuatro horas al día, ni una más. En su caso prefería la mañana o la primera parte de la tarde. Lo que era imprescindible era no hacer otra cosa: ni leer, ni escuchar música, ni responder emails, ni consultar el móvil. Nada de comentarios bobos en facebook ni de contraofertas en wallapop. Sólo estar al acecho porque en cualquier momento puede saltar la liebre y, vaya, no es fácil de atrapar. Desconfiaba mucho de ese escritor que a diario es capaz de ponerse frente al folio sin dudar, a lo que salga.

Su principal hallazgo fue Philip Marlowe. Uno de esos personajes míticos que ha dado la literatura moderna y que muy pronto fue llevado al cine. Chandler quería a Cary Grant y los productores le dieron a Bogart. No se le parecía mucho. Casi nada. Pero supo trasladar la esencia del personaje y esa mezcla de dureza y ternura que se advierte en su sistema de encender las cerillas raspando en la uña del pulgar o en llevar a la chica en brazos sin osar tocarle un pelo de su rubia cabellera. En la heptalogía Marlowe encontramos diálogos alucinantes, descripciones deliciosas, intrigas que cuesta seguir porque a lo mejor casi ni existen y un aroma a corrupción que setenta años después sigue provocando que miremos a nuestro alrededor para comprobar que el mundo tampoco es que haya cambiado demasiado.

Uno lee hoy las novelas de Chandler y la nostalgia se cuela por cada uno de sus párrafos. Marlowe es un perdedor que nunca ha sabido a ciencia cierta qué era lo que había que ganar. Un solitario, un esquivo, alguien con muchos conocidos pero sin amigos, eso que se ha dado en llamar un outsider. Como los personajes de las novelas de Bukovski o Dos Passos, Marlowe es una víctima colateral de los delirios del siglo XX: es un escéptico, un romántico, un cínico y un extraordinario conversador que siempre deja que sea el otro el que remate el diálogo para que se crea ingenioso y original. Le pegan y se levanta, bebe y vuelve a beber, madruga sin haber dormido y se le insinúan las más bellas mujeres a las que rechaza casi siempre sin ofenderlas demasiado. Es un lama tibetano, un eremita de la gran ciudad, un caballero que jamás se ensucia en la pocilga, una suerte de humo de tabaco que se nos queda pegado en el paladar de nuestra memoria.