­ En la línea del criticismo social, aunque el tema medular es el misterio del hombre, nos encontramos con El tragaluz, una de las más brillantes creaciones de Buero Vallejo en el ámbito de lo trágico. Estrenada en 1967 y subtitulada experimento en dos partes, se nos presenta en su comienzo como una obra de ficción científica: dos investigadores, Él y Ella, un hombre y una mujer de un siglo futuro, se dirigen a nosotros-supuestos espectadores de ese siglo-para darnos a conocer un experimento. En esa época, gracias a un extraordinario desarrollo científico, se ha hecho realidad un antiguo sueño del hombre: reconstruir hechos y figuras del pasado, detectando sus huellas misteriosamente preservadas en el espacio. Él y Ella, han logrado detectar una historia ocurrida en España en la segunda mitad del siglo XX. Esa singular historia nos va a ser mostrada de forma peculiar: los detectores no sólo captan acciones, sino también pensamientos y sentimientos convertidos en imágenes, de forma que el experimento nos va a enfrentar con una realidad total, donde la frontera entre el mundo objetivo y subjetivo resulta dudosa y resbaladiza.

La acción dramática de El tragaluz avanzará, por tanto, en un doble plano: el de ese siglo futuro con las figuras de Él y Ella, y con nosotros, espectadores; y el del siglo XX, con los personajes de la historia trágica de una familia española.

Ocurrió al terminar la guerra civil, y se ha prolongado en la vida de estos personajes hasta casi treinta años después. Tratemos de imaginar, por un momento, a esa familia, recién terminada la guerra, en una estación, queriendo tomar un tren que los llevará hasta Madrid. Los padres y tres hijos: dos muchachos de diez a quince años, Vicente y Mario, y una niña muy pequeña, Elvirita. Los trenes venían muy llenos, repletos de soldados que regresaban a sus casas. En aquellas circunstancias, no resultaba fácil tomar un tren. Como Vicente era un muchacho muy fuerte, el padre le había encomendado que llevara un saco con las provisiones y recursos de la familia y, entre ellas, unos botes de leche para la niña. Llegó uno de aquellos trenes y la gente se abalanzó sobre él. Entre la muchedumbre, excitada, vemos a esta familia, cogidos entre sí de la mano, intentando subir a ese vagón todos juntos. Vicente consiguió subir y, como los demás no podían hacerlo, el padre le ordenó que bajara: «¡Baja! ¡Baja!». Los soldados empujaban a Vicente para que bajara, pero el muchacho se resistió, decidido a no bajar, a marchar él solo a Madrid. Mario, en la segunda parte de la obra, recuerda la reacción de su padre: «Aquella noche se despertó de pronto y la emprendió a bastonazos (€). Nuestra madre, espantada, la nena, llorando, (€), mientras golpeaba y golpeaba las paredes de la sala de espera de la estación, donde nos habíamos metido a pasar la noche. Una sola palabra repetía: ¡Bribón!...¡Bribón». Unos días después, la niña murió de hambre. Y todo ello fue un golpe tan duro para El Padre, que enloqueció.

En la familia nunca se reconoció la verdad de aquel suceso. Se estableció una versión dulcificada, según la cual Vicente no contrajo responsabilidad ni culpabilidad alguna, ya que, si no bajó del tren, fue porque los soldados se lo impidieron. Esta versión-externamente aceptada por toda la familia, pero no creída, subjetivamente, por ninguno de sus miembros-se mantuvo a lo largo de unos treinta años, que es cuando comienza la acción; es decir, el experimento de los investigadores.

A excepción de Vicente, la familia habita en una vivienda inhóspita: un semisótano, en el que hay un tragaluz, por el que se ven únicamente las piernas de los transeúntes que pasan. Es el agujero que encontraron cuando, al fin, pudieron llegar a Madrid. Años difíciles de estrechez económica. El Padre, que era empleado de un ministerio, fue depurado al terminar la guerra, y cuando le fue posible solicitar la reincorporación, no quiso hacerlo. Hoy vive sumido en la locura: constantemente, como si fuera una tarea, se dedica a recortar de las revistas ilustradas, las tarjetas postales,€ las figuras humanas que allí aparecen, y guarda todos estos recortes en un fantástico archivo. Siempre pregunta lo mismo ante cualquier fotografía€¿Quién es ése? La respuesta de su mujer, de Mario o de Vicente-cuando viene a visitarlos-es siempre la misma: no lo saben. Él, les replica con esta enigmática afirmación: «Yo sí».

Mario vive con sus padres. Trabaja a salto de mata: corrige pruebas de imprenta, escribe algún artículo€Vicente, desde hace algún tiempo, vive solo en un apartamento y ocupa un alto cargo en una gran empresa editorial. Este cuadro de personajes quedará completo si añadimos la figura de Encarna, la secretaria de Vicente, una pobre e ignorante muchacha que conserva su trabajo porque es la amante de su jefe, de quien va a tener un hijo. Pero Encarna ama profundamente a Mario, quien desconoce las relaciones amorosas de la muchacha con su hermano, Vicente, y desea casarse con ella.

Esta descripción de los personajes se nos antoja necesaria para entrar en el examen de las figuras dramáticas, en busca de sus diferentes significados y del sentido último de esta historia trágica.

Algunas confesiones de Mario nos permiten comprender la naturaleza de este personaje, o cómo piensa, en relación con el mundo que le rodea. «Me repugna nuestro mundo (€). En él no cabe más que comerte a los demás o ser comido. (€) La lucha por la vida€».

En su tragaluz, triste y solitario, contempla, escéptico, las llamadas de un mundo en el que «no cabe más que comerte a los demás o ser comido». Aunque bajo este velo de apatía e indiferencia late un espíritu inquieto y luchador€A menudo se plantea si la pregunta obsesiva de su padre -«¿Quién es ése?»- no esconderá un profundo anhelo de humanidad, distinto a la locura. Cuando eran niños, él y Vicente se sentaban ante el tragaluz y jugaban a adivinar quiénes o cómo serían los transeúntes que pasaban por la calle, y de los que únicamente veían las piernas. Entonces eran niños inocentes. Hoy, Mario -que conserva cierta forma de inocencia- también puede preguntarse como su padre, ante una tarjeta postal, quién es ese hombre anónimo, fortuitamente retratado, inmovilizado sin él saberlo en una imagen.

Ése es el anhelo de Mario, anhelo de luz y de visión, de trascender las tinieblas de nuestra condición humana, de penetrar en los enigmas últimos del hombre. Anhelo de luz y de visión, que hace fracasar -por insuficientes- todas las respuestas al misterio de nuestra vida, ya que siempre hay un último por qué, incontestable, que excede los límites de nuestra razón. Y, sin embargo, «no debemos conformarnos», parece decirnos, desde su tragaluz.

Vicente y Mario son figuras antagónicas. Si Mario es un ser contemplativo, Vicente es un espíritu eminentemente práctico; carente de la escrupulosidad ética de Mario, se adapta a todas las conveniencias que le garantizan la obtención de sus propósitos.

Vicente, vive en lucha permanente con su conciencia. Todos sus actos se definen en relación con el medio social. Mario, al rememorar lo sucedido en aquella estación de postguerra, le dirá: «€el tren arrancó€y se te llevó para siempre. Porque ya nunca has bajado de él». Si Mario ha elegido el tragaluz, Vicente, a lo largo de su vida, ha elegido€el tren, a costa de lo que fuera. El tragaluz y el tren, como imágenes contradictorias, dejan ver en Vicente lo que es en el fondo: un oportunista. Se subió al tren que es como «subirse al carro de los triunfadores».

El activo Vicente, en un mundo ajeno a la disyuntiva de devorar o ser devorado, quizá habría sabido dominar aquellas inclinaciones egoístas de su adolescencia y habría encauzado sus energías hacia un fin positivo. Desde ese punto de vista, el personaje es tan víctima como sus propias víctimas y tan digno de piedad como ellas. Ahora bien, sea cual sea el tiempo y el lugar en que se vive, hay siempre una íntima, intransferible libertad personal para elegir lo que somos o lo que vamos a ser. Vicente es víctima de su sociedad y de su tiempo, pero él ha elegido serlo. Es víctima y culpable.

Mario cree que durante años cabía olvidar las causas de la muerte de Elvirita y la locura del padre o tal vez, no fuera oportuno remover heridas recientes. Pero, en un momento determinado, piensa que no es posible sostener más la ficción, que la verdad debe revelarse para que el pasado no envenene.

En En la ardiente oscuridad, su primer drama, ya nos había enseñado el autor que la verdad, por trágica que pueda ser, es mejor que la mentira, por cómoda que ésta sea. De ahí que Mario alce la voz y acuse a su hermano: «La guerra había sido atroz parta todos; el futuro era incierto y, de pronto, comprendiste que el saco era tu primer botín. No te culpo del todo, sólo eras un muchacho hambriento y asustado.¡ Pero ahora, hombre ya, sí eres culpable! Has hecho pocas víctimas (€); hay innumerables canallas que las han hecho por miles€¡Pero tú eres como ellos! Dale tiempo al tiempo y verás crecer el número de las tuyas€y tu botín».

Al rememorar los hechos del pasado, Mario intenta dejar clara la verdad de lo ocurrido. Si acusa al hermano, no es tanto por su antiguo delito de muchacho como por haber seguido haciendo víctimas. En primer lugar, Encarna. Ésta parece un deliberado reflejo de Elvira. No es casualidad que el Padre la confunda con la hija muerta; desde su lúcida demencia, reconoce en ella una nueva víctima inocente. La impugnación de Mario puede tener de positivo, al menos, que Vicente se encare consigo mismo, con su propia conciencia.

Además, tal vez, se trata de una búsqueda inconsciente del propio personaje, al frecuentar cada vez más ese tragaluz: en el fondo de sí mismo, anhela un perdón que sólo el Padre puede darle. A solas con su padre confiesa: «Es cierto, padre. Me empujaban. Y yo no quise bajar. Los abandoné, y la niña murió por mi culpa (€). Cuando me enteré de su muerte, pensé: un niño más. Una niña que ni siquiera había empezado a vivir (€). Sí. Pensé esta ignominia para tranquilizarme. Quisiera me entendiese, aunque sé que no me entiende. Le hablo como quien habla a Dios sin creer en Dios, porque quisiera que Él estuviese ahí€Pero no está y nadie es castigado, y la vida sigue. Míreme: estoy llorando. Dentro de un momento me iré, con la pequeña ilusión de que me ha escuchado, a seguir haciendo víctimas€De cuando en cuando pensaré que hice cuanto pude confesándome a usted y que ya no había remedio, puesto que usted no entiende€El otro loco, mi hermano, diría: hay remedio. Pero, ¿quién puede terminar con las canalladas de un mundo canalla?».

El personaje por un lado, reconoce su culpabilidad; por otro, de nuevo, quiere engañarse a sí mismo, convencerse de que es inútil merecer un perdón que nadie va a otorgarle. Una vez más, su conciencia se doblega a su carácter eminentemente práctico. No se trata de un error circunstancial -que va a pagar con su propia vida- sino de una actitud hace tiempo elegida. Y cuando muere a manos de El Padre, más que un asesinato de un loco, parece como si se cumpliera el designio de una antigua e implacable justicia. Como figura trágica, Vicente no encuentra el perdón, sino el castigo que merece, pues no es cierto que «nadie es castigado y la vida sigue»: precisamente la tragedia demuestra que los delitos son castigados.

Pero, ¿qué significa la figura de El Padre? Una visión superficial nos diría que este anciano de setenta y seis años es un pobre demente; un loco que nos hace reír y nos mueve a compasión; un loco que€al final resulta «peligroso»; un hombre cuya vida fue destrozada por la conmoción de la guerra, por la conducta del hijo, por la muerte de Elvirita. Según observa Mario en una ocasión, «no era un hombre al uso», sino que «era de la madera de los que nunca se reponen de la deslealtad ajena»; era «un hombre recto», que quiso inculcar a sus hijos «la religión de la rectitud». Su idea obsesiva de recortar muñequitos, de preguntarse siempre quién es éste, y el otro€; su recuerdo impreciso pero imborrable del tren, su manía de mirar a la calle a través del tragaluz, que confunde con un tren€Todos estos datos nos presentan a un tipo psicológico bien definido, todo un caso clínico. Pero lo extraordinario del personaje radica en que, además de ser todo esto, es también lo que sugiere. Está cuajado de plurivalencias.

Como otros muchos lisiados del teatro de Buero, El Padre aparece dotado de doble significación: real y alegórica. En primer lugar, Vicente ha dicho que se confiesa con él como si lo hiciera ante Dios, en quien no cree; y esa confesión, no es inútil, contrariamente a lo que imagina: El Padre le entiende y le castiga, como un Dios terrible y justiciero.

En segundo lugar, la pregunta obsesiva de El Padre-¿quién es ése?-no encuentra respuesta por parte de la mujer y de los hijos, pero él dice que sí lo sabe, y ya nos ha advertido Vicente que sólo podría saberse «desde el punto de vista de Dios», tras lo cual el autor añade esta acotación: «El Padre los mira fijamente».

En tercer lugar, por qué a las figuras de El Padre y de La Madre no las designa el autor con nombres propios, como hace con los demás miembros de la familia? ¿Tal vez para que el padre sea El Padre, con mayúscula?

Evidentemente existe una premeditada ambigüedad en este personaje, que permite encontrar en él, no sólo a un viejo demente, sino algo mucho más profundo y misterioso. Ninguno de los rasgos observados nos permitiría decir que es un símbolo de Dios, pero tampoco nos atreveríamos a afirmar lo contrario. Es una figura equívoca, extraña, fascinante, como el Godot beckettiano. Lo admirable de esta figura -una de las más logradas del teatro de Buero- radica en las múltiples posibilidades interpretativas que ofrece.

El autor pretende que sus personajes encierren problematismo. La antítesis Mario-Vicente no podría reducirse a la oposición entre bondad y maldad como conceptos absolutos€ Las siguientes palabras de Mario nos parecen en tal sentido muy reveladoras: «Yo no soy bueno; mi hermano no era malo. Por eso volvió. A su modo, quiso pagar». Y también: «Él quería engañarse€y ver claro; yo quería salvarlo€y matarlo. ¿Qué queríamos en realidad? (€)¿Quién ha sido víctima de quién? Ya nunca lo sabré€Nunca».

Más allá de las implicaciones morales, psicológicas y ontológicas, que hemos podido deducir de la antinomia Mario-Vicente, estas palabra de Ella proyectan sobre esa antonimia una concreta historicidad: «El mundo estaba lleno de injusticia, de guerras y de miedo. Los activos olvidaban la contemplación; quienes actuaban no sabían contemplar». A toda grave frustración colectiva nos remite, como consecuencia, esta historia «oscura y singular», cuyo final quiere ser esperanzador. Cuando La Madre abre por última vez el tragaluz y de nuevo «la reja se dibuja sobre la pared; sombras de hombres y mujeres pasan; el vago rumor callejero inunda la escena», Mario, que está con Encarna en otro plano de la acción, dice mirando hacia esa calle imaginaria: «Quizás ellos algún día, Encarna€Ellos€algún día€». Mario se refiere a esa gente que pasa, es lícito aventurar la sospecha de que esa esperanza descansa también, en el niño que va a nacer, en tanto que es símbolo de unos hombres nuevos, limpios, no contaminados con tantas desgarraduras, los cuales podrán un día acometer la tarea de hacer un mundo nuevo, notablemente humano, donde no haya que devorar o ser devorado; esa tarea ante la cual sus mayores se han sentido impotentes. Un mundo donde no haya guerras, un mundo donde cada hombre se reconozca a sí mismo en los demás. Un mundo en que la libertad, la justicia, la paz, el amor sean realidades cotidianamente vividas. A través de la esperanza de Mario, el autor hace explícita su propia esperanza a la par que parece mirar a sus personajes -como siempre- rotos, destrozados, con dolor y con melancolía.

Volviendo al punto de partida, el de ese siglo futuro, plano desde el cual hemos contemplado los hechos dramáticos; veremos que la finalidad de esta ficción espacio-temporal radica, en que, a través suyo, podemos ver más objetivamente nuestra realidad contemporánea. Este ejercicio imaginativo nos sitúa en un nivel desde el cual podemos, más fácilmente, vernos y juzgarnos; enfrentarnos, cara a cara, con nuestra responsabilidad individual y colectiva. Nuestra vida es un compromiso con la verdad. Mas para acceder a esa conciencia de nuestra responsabilidad individual y colectiva, es necesario que esa objetivación de la realidad abarque todo el problematismo que la realidad contiene. Hemos de ver esa realidad€al trasluz, experiencia que nos permita la presencia de la realidad total, «sucesos y pensamientos en mezcla inseparable»; una experiencia donde escuchamos voces, lamentos, juicios lejanos que, a modo del corifeo de una tragedia griega, nos hacen penetrar en la esencia de El Tragaluz: una tragedia de nuestro tiempo.