Nunca se había visto nada igual. No ya en Málaga, donde la defensa de la cultura siempre ha sido un asunto marginal y fuera de toda agenda, sino en el conjunto de España. Miles de personas, muchas sin relación alguna con el arte, saliendo a la calle para pedir un museo. Desafiando al tráfico, que ni siquiera había sido cortado, dejándose la garganta, sin electricidad ni apenas megáfonos.

El 12 de diciembre de 1997, del que mañana se cumplen diecinueve años, la ciudad hizo mucho más que poner la primera piedra de un proyecto; había algo de alzamiento espiritual, de reivindicación forzosa. Una marcha colectiva que, en su convocatoria, precaria y artesanal, con aquel logo de Eugenio Chicano, había sido tomada a broma, incluso considerada con desdén, por más de un alto cargo presuntuoso. Pocos podían pensar, ni siquiera en las semanas previas, cuando apareció la primera lista con firmas de apoyo, que aquella tarde, en uno de esos días de Málaga irremediablemente achicados por el frío y la oscuridad temprana, se lograría reunir frente a la Aduana a más de 6.000 personas. Pero así fue. Y desde entonces nada volvería a ser lo mismo. Tampoco para los que se oponían, obligados a afinar con sus argumentos, a dedicar horas de declaraciones a un asunto que creían desde el principio condenado a evaporarse.

La historia del nacimiento del que es ahora el último motivo de orgullo de la ciudad es también una historia de voces en El Pimpi, de noches en vela bajo vigilancia policial en el patio del edificio, de idas y venidas a Madrid, de ingeniosos despliegues de pancartas. Y de una repercusión, en cuanto a movimiento cívico, que acabaría por asombrar al resto del país. Lo cuentan para La Opinión Mari Luz Reguero, José María Ruiz Povedano, Ramón Carlos Morales, Felipe Pajares y Luciano González Osorio, este último inmerso en la escritura de la memoria de las movilizaciones. Nombres que, al igual que el de Paco Jurado y el de muchos otros, formaron parte de la famosa comisión ciudadana. Una organización felizmente amorfa, de funcionamiento hasta el final asambleario, con voluntad aglutinadora, pensada desde su origen, y con independencia de sus miembros, para funcionar de un modo despolitizado, sin entrar en ambiciones ni servidumbres ideológicas.

Hay una imagen, de poderosa lectura, que explica con bastante precisión el detonante que hizo surgir las reivindicaciones; la consejera de Cultura de la Junta, Carmen Calvo, en 1997, anunciando la próxima apertura del Museo Picasso en el Palacio de Buenavista, entre huecos de humedad en los que todavía se apreciaba el contorno de los cuadros. El edificio, sede del antiguo museo provincial, había sido desalojado, sin que hubiera ningún tipo de proyecto alternativo ni plazos para volver a exhibir de manera permanente loa cuadros. Muchos de sus contenidos se estaban disgregando; famosas fueron las devoluciones al Prado, para escarnio de historiadores de arte y aficionados.

Hubo una reunión: los miembros del Ateneo y de la Sociedad Económica de Amigos del País acudieron a la llamada de los diputados de IU José Luis Centella y Rafael Alvarado, que les informaron de su propuesta de defensa del Bellas Artes. Ahí, aunque muy transformada desde el inicio en ambición y planteamiento, arrancó la necesidad de hacer algo. El nacimiento de un museo, el Picasso, no podía significar la defunción de otro. Y menos con el contenido que ahora se integra en el palacio, los únicos fondos arqueológicos y pictóricos de la ciudad, con permiso de Picasso, con arraigo local y capacidad para explicar la identidad de Málaga.

El primer encuentro abierto en El Pimpi arrancó con muchas voces y una certidumbre. El pintor Eugenio Chicano reivindicó La Aduana. Y su opinión fue respaldada de manera unánime. No por capricho ni por ánimo de revancha, sino porque el edificio presentaba una serie de atributos que reforzaban su candidatura hipotética. Para empezar, había sido utilizado como almacén improvisado de los cuadros. Luego estaba su situación geográfica. Y su infrautilización, con apenas unas oficinas administrativas, una comisaría y un calabozo. Sin contar con la planta usada como vivienda y aposento personal del subdelegado del Gobierno, objeto muy a menudo de las iras e ironía de los manifestantes. «No se podía tolerar que se privara a la ciudadanía de un palacio como éste para dedicarlo a que un cargo viviera como un virrey», señala Mari Luz Reguero.

La apertura del Bellas Artes y el Arqueológico en La Aduana es hoy un motivo de fiesta y de consenso, pero en esos años primerizos encontró una fuerte oposición. Con una sucesión de cargos que iba desde Rajoy y a algunos destacados miembros de la Academia de San Telmo a , por supuesto, Celia Villalobos, por entonces alcaldesa, muy beligerante con el proyecto. De hecho, apareció una asociación, vista por la comisión con una más que razonable sospecha, que vindicaba una alternativa muy del gusto de la regidora: el convento de la Trinidad. «La Aduana es fría y deshumanizante», rezaba uno de los pasquines que aparecieron por aquellos días. El argumento, repetido hasta la saciedad por el equipo de Aznar, es que la ubicación serviría de estímulo para regenerar un barrio -La Trinidad- bastante degradado. Los miembros de la comisión añaden otra razón de fondo: la reticencia a romper con la tradición, presente también en el franquismo, que señalaba a La Aduana como máxima expresión en Málaga del poder gubernamental y político.

Rafael Puertas fue uno de los artífices que permitió desmontar buena parte del discurso oficial de Madrid y de políticos como Celia Villalobos. Conocedor como pocos de los contenidos de la pinacoteca, Puertas había sido el director del antiguo museo provincial, cargo que todavía tenía, pese a que ya no existiera ni una sola de sus salas. Las movilizaciones lo transformaron en un auténtico activista, llamando «okupa» con voz de plomo al subdelegado. Y, sobre todo, diseñando el primero de los proyectos técnicos para La Aduana, que demostraba que el inmueble estaba perfectamente capacitado y tenía dimensiones suficientes como para albergar las colecciones íntegras del Bellas Artes y del Arqueológico.

Por aquel entonces, y después de numerosos encierros, la sensibilidad había cambiado. El PP empezaba a estar dividido, con su presidente de Málaga, Joaquín Ramírez y ediles como Diego Maldonado pronunciándose sin ambages a favor del movimiento. La Junta de Andalucía, que, al principo abogaba por otro edificio, el del antiguo colegio de San Agustín, también mostraba interés. Y el nuevo alcalde, Francisco de la Torre, siempre partidario de encajar el museo arqueológico en La Trinidad, se había sumado a la iniciativa, aceptando participar en una de las cuatro históricas manifestaciones, la de 2001, de gran contenido simbólico.

El movimiento dio un paso de gigante en 2005, cuando Magdalena Álvarez y Zapatero anunciaron públicamente su intención de aceptar la propuesta. Fue el principio del final de una lucha de ocho años, con reuniones semanales y de mucha discusión, la de los lunes a las ocho, en el palomar de El Pimpi. Con capacidad, sin que hubiera un balón rodante de por medio, para empujar a la calle a 10.000 personas, todo un hito. El colectivo siempre lo tuvo claro: «Nos disolveremos el mismo día que abra el museo», decían. Nunca hubo un desenlace tan orgulloso, tan deseado.