­Toda actividad cultural, artística es el final de un proceso y el comienzo de otro. La apertura del Museo de Málaga en La Aduana significa, sin duda, la llegada a la meta de dos luchas importantes y dispares: por un lado, la de la ciudadanía, capitaneada y espoleada por unos intelectuales con las ideas muy claras -por cierto, se echa de menos ese espíritu de todos a una en la intelectualidad y la comunidad artística de hoy-; por otro, se zanja ese más o menos improvisado plan estratégico e institucionalmente transversal que ha permitido que nuestra ciudad cuente en poco más de una década con cuatro museos de entidad -el flamante centro se suma al Museo Picasso Málaga, el Centre Pompidou Málaga y el Museo Ruso-.

El Museo de Málaga tiene varias peculiaridades que, en realidad, se nutren entre ellas: la primera es que se trata de una vindicación de la ciudad. «Málaga ha tenido siempre un cierto complejo de inferioridad respecto a otras ciudades como Granada, Córdoba o Sevilla. Los malagueños presumíamos del buen clima y el pescaíto frito, pero no enseñábamos la ciudad», aseguró hace quince años Mariluz Reguero en una entrevista con El País. Faltaba en este reciente desembarco de pinacotecas más o menos extranjeras un centro con nuestros fondos, con nuestro acervo, con nuestro propio stock. De ahí que, astutamente, la Junta, ya en el lejano mandato cultural de Carmen Calvo, se decidiera por bautizar la ambiciosa empresa cultural de La Aduana como Museo de Málaga, no Bellas Artes y Arqueológico. De Málaga. O sea, de la ciudad. Es un museo en que la ciudad se enseña a sí misma a los demás y, muy especialmente, a los suyos, a sus propios habitantes. Porque esperemos que éstos conviertan este espacio en el Museo de los Malagueños.

Y en eso, cómo no, juega un papel clave el propio edificio, la Aduana. En la gestión museística actual se busca contar lo que los arquitectos llaman edificios emblemáticos, muchas veces -la mayoría- creándolos con rapidez y a golpe de prestigio -llamando a estudios y nombres con buen cartel-, como si el emblema, lo simbólico también se rigiera por los tempos y las leyes del puro y duro capitalismo. Pues bien, a su favor el Museo de Málaga tiene su ubicación en un verdadero edificio emblemático, con su propia esencia, identidad e historia y cuya recuperación casi constituye el 50% de esta compleja y ambiciosa empresa cultural.

Singularidad

La otra singularidad del flamante espacio expositivo la apunta el artista Rogelio López Cuenca: «Asistimos a la liberación de un rehén, una de las más primeras y más notables víctimas del secuestro de la cultura local por la picassización de Málaga». Recordemos que el Museo de Málaga tuvo que dejar su ubicación en el Palacio de Buenavista cuando el edificio renacentista fue elegido por Christine Ruiz Picasso para albergar el Museo Picasso Málaga. Es cierto que la pinacoteca dedicada al genio es fundamental -para muchos, su inauguración marca el comienzo de esta nueva Málaga, que busca su futuro en la cultura como motor, como seña de identidad y marca registrada; además, los números cantan: es el museo más visitado de Andalucía-, pero faltaba ese puntito autóctono, menos dedicado al turista y sus intereses por los grandes nombres, en este parque museístico.

Como decíamos al principio de estas líneas, las actividades culturales y artísticas son el final de un proceso y el comienzo de otro. Ahora, con las bases sentadas, este final feliz es necesariamente el comienzo de otra historia, que, en este caso, protagonizaremos los ciudadanos casi en exclusiva: ahora toca saber aprovechar lo que nos hemos dado a nosotros mismos y mejorarnos como sociedad y como individuos sensibles, curiosos y abiertos. Por eso, más importante que el día de hoy, el de la inauguración oficial y protocolaria, lo será el de mañana, el de la apertura de puertas a la ciudadanía, pero, sobre todo, el siguiente, y el otro, y el otro... Las jornadas anónimas, fechas que pasan desapercibidas en el calendario de grandes acontecimiento pero que, al final, son las que revelan verdaderamente el interés, la curiosidad y la ilusión.

En este sentido, añade López Cuenca algo que no debemos olvidar -que ya sabemos que las inauguraciones las carga el diablo: parece que el trabajo ya está todo hecho, que todo es maravilloso...-: «Habrá que ver si el viejo museo decimonónico ha dejado de ser el templo aquel de las telarañas sólo para convertirse en un trofeo político de las élites y una atracción más del parque temático, o si hay esperanza de que pueda ser otra cosa, y recuperar aquella función educativa, es decir, liberadora, que fue capaz de tener en sus orígenes».

Dice María Morente, la directora del Museo de Málaga, que el centro puede recorrerse razonablemente en unas dos horas y media -recordemos: casi 15.000 metros cuadros útiles-. Pueden ser los 150 minutos que más nos cundan, los más necesarios en unos tiempos en los que la ciudad, poco a poco, escaparatea sus calles en forma de centro de ocio y turístico sin mayor identidad que la carta de tapas y bebidas de cada bar y restaurante con terraza.