Hace unos meses se cumplían 65 años del rodaje de La conjura de los Boyardos (Ivan Grozni, II), segunda partede la monumental e inacabada trilogía histórica que Serguéi Mijailovich Eisenstein escribió y dirigió sobre la figura del legendario zar Iván el Terrible, proyecto de cuyas inequívocas connotaciones políticas no fueron conscientes ninguno de los avispados miembros del politburó hasta que, una vez concluido el montaje de la película, éstas se revelaban en todo su esplendor con la invaluable ayuda de algunos críticos poco afines al régimen estalinista y de un escaso número de espectadores, invitados a un pase exclusivo del filme en el Departamento de Cinematografíaque supo ver, con absoluta clarividencia, el verdadero trasfondo que latía sobre las soberbias imágenes del gran Eduard Tissé: un subrepticio correlato del mismísimo José Stalin, el patriarca plenipotenciario de la URSS y causante directo de más de 13 millones de muertos y de innumerables deportaciones.

Con esta ambiciosa obra, meticulosamente preparada durante años, el autor de La huelga (Stacka, 1924), Alexander Nevsk i(Aleksandr Nevski, 1937/38) y otras obras maestras, tuvo el firme propósito de escarbar a fondo en una de las páginas más abyectas de la agitada historia de Rusia sin calcular, con la necesaria previsión, los serios disgustos que semejante proyecto le acarrearía a su hasta entonces brillante carrera artística como cineasta oficialde la Revolución en un país gobernado con mano férrea por un déspotasin escrúpulos durante más de dos décadas.

Pero su osadía tenía ya sus precedentes históricos: tras el éxito mundial de El acorazado Potemkin (Bronenosez Potemkin,1925), un brillante preámbulo a su escasa pero portentosa filmografía, Eisenstein recibió de Vsevolod Pudovkin, por entonces jefe del Departamento de Cinematografía del nuevo Estado bolchevique, el encargo de celebrar el décimo aniversario de la Revolución de 1917 con un filme que resumiera en casicuatro mil metros de película -dos mil o dos mil doscientos metros según las copias estrenadas en el resto de Europa- los famosos diez días que conmovieron al mundo, utilizando como soporte literario el conocido libro homónimo que el periodista estadounidense John Reed escribió como testigo excepcional de las críticas jornadas que precedieron la caída del Gobierno Provisional en octubre de aquel mismo año. Eisenstein, que ya comenzaba a levantar ampollas entre los dirigentes más inmovilistas del régimen recién instaurado gracias a su insobornable independencia creativa, aprovechó la ocasión que le brindó Pudovkin para emplearse a fondo en la práctica de un estilo cinematográfico centrado, esencialmente, en el empleo sintáctico del montaje. De este modo, y sin hacer la menor concesión a las tendencias literarias propias del cine del momento, pudo reconstruir aquella aurora revolucionaria mediante un lenguaje completamente nuevo, un lenguaje que buscaba su propio acomodo en la contraposición de un puñado imágenes de un enorme valor simbólicoy en la firme voluntad de mostrar la realidad histórica despojada de cualquier instrumentalización reduccionista.

Con Octubre (Oktyabr, 1928), Eisenstein ilustró, con todo lujo de detalles, el complejo aparato teórico que, dos años después, desarrollaría en dos de sus más celebrados ensayos -El principio cinematográfico y el ideograma y La dialéctica de la forma cinematográfica- ambos publicados en un mismo volumen titulado La forma en el cine, al tiempo que mostraba un estilo genuino de expresión artística que se transformaría en lo que muchos críticos e historiadores reconocerían como una de las cumbres indiscutibles del cine de todos lostiempos.

La figura del zar Ivan IV, un mito de gran arraigo popular en la Rusia del siglo XIV, pese a su bien ganada fama de déspota sanguinario, así como las constantes intrigas políticas que arruinaron lentamente su reinado, sirvieron a Eisenstein de pretexto argumental para emprender, 16 años más tarde, el proyecto cinematográfico más ambicioso, espectacular y comprometido de toda su vida: Iván el terrible (Ivan Grozni).

Esta vez, superadas, al menos en apariencia, las fricciones políticas con el Partido tras la drástica paralización del rodaje de El prado de Bejin (Beztin lug, 1935/37) y el tardío estreno de Alexander Nevski, se embarca en una nueva aventura cinematográfica que, desgraciadamente, su muerte, acaecida en febrero de 1948, le impidió concluir pues, de haber podido rematarla, como era su deseo, con una tercera entrega, hoy probablemente contaríamos con uno de los frescos históricos más rigurosamente coherentes y originales que se han mostrado jamás en una pantalla.

La película, cuya segunda parte no pudo ver proyectada por orden directa del aparato propagandístico estalinista, se estrenaría justamente a los diez años de la desaparición de Stalin cuando, a raíz desu fallecimiento, las nuevas autoridades soviéticas decidieron, al fin, acabar con la larga hibernación a la que fue sometida tras las airadas protestas del Comité Central del Partido Comunista y la irritación consiguiente que algunas secuencias habían provocado en el entorno más cercano al dictador, especialmente aquellas que mostraban al zar Iván como un ser en el fondo débil y vacilante a merced de la codicia de los boyardos.

Aun así, todavía quedan 20 minutos de metraje inéditos que, al parecer, iban destinados a integrar la frustrada entrega final del tríptico, imágenes tal vez decisivas para comprender en su integridad esta solemne y estremecedora alegoría sobre el poder que el gran maestro ruso siempre aspiró a completar y que la intransigencia política por un lado y su prematura muerte por otra se lo impidieron. Conviene destacar, por lo insólito del hecho, que los últimos quince minutos de La conjura de los boyardos, de una belleza abrumadora, fueron rodados por Eisenstein en color, aprovechando unos rollos de película virgen Agfa que el Ejército ruso había confiscado a los alemanes tras la toma de Berlín y que su soberbia banda sonora, presente en los repertorios habituales de las mejores orquestas del mundo, lleva la firma de Sergei Prokofiev, otro gran creador víctima de las arbitrariedades políticas de Stalin.

El papel del monarca, como ya sucedió en la película AlexanderNevski, recayó en Nikolai Tcherkassov, actor de enorme potencia ldramático que, además de revelar una asombrosa semejanza física con el propio zar, supo imprimirle verdad, intensidad y trascendencia al personaje mediante una depurada técnica gestual heredada de las grandes estrellas del cine expresionista alemán, técnica que, años más tarde, y con una convicción envidiable, adquiriría sus máximas cotas de expresión bajo la batuta de otro gran maestro soviético, Grigori Kozintzev, con su aclamada interpretación de Don Quijote en su filme homónimo de1957.