­En la megalópolis filmada -e imaginada- por Fritz Lang los obreros viven bajo tierra mientras la élite reside en la ciudad de la superficie, plagada de rascacielos. Dicen que la idea de Metrópolis [1927] surgió durante un viaje del cineasta alemán —hijo de arquitecto y con formación al respecto— a Nueva York, cuando vio desde su barco el skyline de la ciudad (en sus edificios de celuloide resulta reconocible la influencia art decó y de la Escuela de Chicago). Justo un año antes de que se estrenara la película, Le Corbusier sentaba -con sus «cinco puntos de una nueva arquitectura»- las bases de la ciudad moderna.

Metrópolis -que se basa en una novela de la esposa de Lang, Thea von Harbou- fue diseñada como ciudad del futuro, futuro que hoy es presente, una urbe del siglo XXI, concretamente del año 2026 (tan solo dentro de una década) pero a las líneas futuristas se sumaron pinceladas de arquitectura gótica (en la catedral), medievales (la casa Rottwang) o construcciones orientales. Una amalgama de estilos, apuesta que se repetirá como una constante en prácticamente toda la ciencia ficción posterior. Los expertos coinciden en detectar una fuerte relación entre el filme y la Bauhaus -el propio Fritz Lang vivía en una mansión de estas características estéticas- y los postulados urbanísticos de Le Corbusier. La escritora y profesora de la Universitat de Valencia Pilar Pedraza dedicó un estudio al filme (editorial Paidós, 2000).

La de Lang es una vasta ciudad-estado de cincuenta millones de habitantes con dos mundos diferenciados: el de la elite que reside en superficie en altos rascacielos monumentales (una novedosa técnica permitía aumentar el efecto de grandiosidad de las maquetas) y el de la clase trabajadora que ocupa el subsuelo (la arquitectura define a la sociedad). Entre los inmuebles que se destacan, una nueva torre de Babel, edificios escalonados a modo de zigurats, similares a pirámides êl símbolo de poder]... ¿Influencias? Las corrientes de la época -incluso Gaudí, por los jardines- y especialmente las utopías de Sant’Elia, Bruno Taut o Virgilio Marchi. Pilar Pedraza cita a H. G. Wells para resumirlo: «una ciudad perteneciente a un presente moderno más que a un futuro». El propo Wells firmó -una década después de Metrópolis- el guion de La vida futura [1936]: cristal, espacios abiertos, jardines colgantes... puro Le Corbusier. Porque la arquitectura ficcional y la real se retroalimentan.

Buen ejemplo de ello es la saga de Star Wars. Parte fundamental del universo levantado por George Lucas a partir del año 1977 hasta hoy se apoya en los paisajes, las ciudades de los diferentes planetas y los edificios imponentes e imaginarios. Tantas y tan variadas soluciones arquitectónicas van desde espacios reales —algunas escenas se rodaron en la plaza de España de Sevilla [la plaza de Theed, la capital de Naboo: escena en la que la reina Padmé Amidala pasea junto a Anakin en El Episodio II: El ataque de los clones], palacios italianos o viviendas tunecinas hasta influencias clásicas como las de Santa Sofía de Estambul, el panteón de Roma, el templo de Amón en Karnak o -en el terreno del idealismo- el teatro de Nueva Babilonia del pintor Constant, según se recoge en Star Wars: Arquitectura, ficción o realidad de Sara Pérez Barreiro. También la planimetría de las películas cuenta con un libro propio: Star Wars: The Blueprints.

Por citar algunos ejemplos emblemáticos (aunque son tantos...): Fantasías como la ciudad flotante blanca de El imperio contraataca y El retorno del Jedi en el planeta Bespin o la submarina de Otoh Gunga; las casas de Tatooine donde se cría Luke Skywalker, en cambio, son una realidad y se encuentran en Matmata (Túnez) y también existen, e igualmente son tunecinas, las viviendas en las rocas (ksour) donde crece Anakin. La idea de la megalópolis aparece en la saga, aumentada y corregida: Coruscant, sede del Senado, ocupa todo un planeta. En él puede encontrarse otro elemento que se repetirá en más películas futuristas: el templo Jedi tiene forma de pirámida truncada (¿maya?)

Y está, por supuesto, Blade Runner [Ridley Scott, 1982] una película icónica también desde el punto de vista constructivo. Los Ángeles, en 2019 (¡a apenas dos años vista!), es una súperciudad altamente tecnificada pero llena de edificios abandonados y lúgubres, oscura y húmeda, siempre bajo la lluvia, con paisajes -y elementos- industriales y una clara inspiración en la noche de las ciudades asiáticas y las del noir (como posteriormente en Sin City, 2005). Pero Scott, para dibujar la ciudad futura, opta por lo retro con inmuebles del patrimonio histórico-artístico estadounidense como la icónica casa Ennis, de Wright, el hogar del cazareplicantes Deckard (ojo, con iconografía maya); la torre Crysler, el edificio Bradbury [donde vive J.F. Sebastian], la Union Station, el Million Dollar Theather, la Pan American... Todos ellos en Los Ángeles (la novela original de Philip K. Dick [¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?] está ambientada en realidad en San Francisco). Se añadieron todo tipo de elementos para que la impresión fuese abigarrada, dando lugar a un auténtico mix de estilos que hace que la estética, en su conjunto, tenga el aire de las ilustraciones de Moebius, las pinturas de Hopper, los grabados de Hogarth, la ciudad gótica de Batman y desde luego la Metrópolis de Fritz Lang. Estamos, de nuevo, ante una decadente ciudad vertical (aunque con una intensa vida multiracial y multicultural abajo, en las calles) en la que se recortan perfiles (post)industriales y las hiperbólicas pirámides (otra vez como símbolo de poder) de la corporación Tyrell dominan el paisaje desde cualquier ángulo. La profesora de la Universitat de València Áurea Ortiz señala [Paisaje con figuras: el espacio habitado del cine] que lo estremecedor es lo creíble que resulta y su parecido a algunas urbes actuales. Pero la cinta, igual que Metrópolis, va más allá de lo físico, de lo urbanístico, de lo arquitectónico: la ciudad del mañana contiene una reflexión sobre la ciudad actual, el futuro sobre el presente y, al tiempo que el guion, deja flotando en el aire -en su cargada atmósfera claustrofóbica y contaminada- las preguntas eternas acerca de la naturaleza humana. La arquitectura, el hombre, dios...

Hay muchos más ejemplos de arquitectura imaginaria. Desde los distópicos mundos (falsamente) felices de Logan’s Run [M. Anderson, 1976] a la animación en la británica Babeldom [Paul Bush, 2012] o la asiática Akira [Katsumiro Otomo, 1988] hasta blockbusters como Minority Report [que firmó Steven Spielberg en 2002]. Incluso el mismísimo Woody Allen hizo una incursión -si bien en clave de comedia satírica, paródica del género- al imaginar en Sleeper (1973) Manhattan en el año 2173. Terry Gilliam rodó Brazil (1985) en un edificio posmoderno de Ricardo Bofill en París.

Otra clara distopía urbanística, en la que las características de la ciudad van indisolublemente ligadas a la trama, se halla en El 5º elemento [Luc Besson, 1997], ambientada en Nueva York año 2263. Más ciudades (im)posibles: la Rouge City repleta de futuristas clubs de prostitución de Inteligencia Artificial [Stanley Kubrik, 2001] o las distintas Gotham de Batman.

Una parada en Alphaville [Jean-Luc Godard, 1965]. Todos parecen estar de acuerdo: Alphaville es París y su arquitectura, la de vanguardia en la época (abundancia de vidrio, escaleras de caracol, cemento pulido, aires lecorbusieranos). Y sin embargo es -hace cinco décadas y ahora- una ciudad del futuro, fría, siempre nocturna. Aun sin efectos especiales. «Lo que hace de Alphaville un lugar especial es que todas las decisiones que se toman son lógicas, porque todas las decisiones las toma Alpha-60. El sistema de control es tan eficaz que los sentimientos y la imaginación han desaparecido de la ciudad» [extraído del programa del ciclo «Cine y Arquitectura» organizado por el CTAV en abril de 2004].

En Origen [Cristhoper Nolan, 2010] aparece la ciudad mental (el arquitecto levanta construcciones con su pensamiento) y Gattaca [Andrew Niccol, 1997], a pesar de su futurismo, se vale de un estilo vintage en el que de nuevo resulta fundamental la obra de Frank Lloyd Wright: la sede de la corporación es el Marin Civic Center de San Rafael (California), el último trabajo del arquitecto.

En todas estas películas, la ciudad pasa a ser un personaje más. Y su arquitectura es tan ficticia como real. Sus creadores tomaron como punto de inspiración edificios y diseños urbanísticos preexistentes o proyectados [Cinema e Architettura. Il futuro ha un cuore antico, elocuente título de Matteo Vercelloni] y el resultado de su imaginación, a su vez, influyó a posteriori en trabajos arquitectónicos que se llevaron a la práctica; sus ideas viajaron de algún modo en el tiempo y el espacio, entre la fantasía y la realidad. Porque esto es ciencia ficción. Y la ciencia ficción —lo dijo la escritora Ursula K. Le Guin— «no es predictiva sino descriptiva».