­El veterano actor Héctor Alterio protagoniza la obra El padre, una «farsa trágica» en la que encarna a un enfermo de alzheimer. El montaje, dirigido por José Carlos Plaza y cuyo reparto completan Ana Labordeta, Luis Rallo, Miguel Hermoso, Zaira Montes y María González, se representa el sábado (20.00 horas) y el domingo (19.00 horas) en el Teatro Cervantes.

Muchos de los enfermos de alzheimer no son conscientes de su propia enfermedad. ¿Lo es su personaje?

No. No tiene conciencia de la enfermedad. Sufren más los que están a su alrededor que él mismo. Esta enfermedad es un pozo negro interminable. Y no hay manera de encontrarle la vuelta. Hay mucha investigación sobre ella, pero todavía no se ha logrado detectar mínimamente qué es lo que ocurre en las cabezas de los enfermos de alzheimer.

Una tragedia que en no pocas ocasiones provoca situaciones tristemente cómicas.

Claro, el autor de la obra, Florian Zeller, ha encontrado una manera de escenificar los pensamientos de este hombre que también provoca situaciones que rayan lo humorístico. De hecho, Zeller definió la obra con el subtítulo de «farsa trágica». Los enfermos de alzheimer dicen barbaridades, reaccionan de forma inesperada y se enojan con quienes no tienen que enojarse. Y también surge el humor. En cierta medida, el público agradece esas notas cómicas que sirven de válvula de escape.

Uno de los grandes temores de un actor de teatro es olvidarse del texto sobre el escenario. ¿Meterse en la piel de este personaje le ha hecho reflexionar sobre ello?

A mis 87 años, en cualquier momento me puede caer a mí esa lotería. Sería el acabose; el final de todo. En mi caso es algo que no tengo en cuenta. Puede ocurrir que uno se quede en blanco, algo que sólo me ha pasado una vez. Pero no es algo que me ocasione problemas. Se sabe que puede ocurrir, como puede ocurrir la muerte, que es inevitable, pero uno no sabe cuándo. No hay fecha determinada para una enfermedad o para la muerte. Tampoco la hay para que te ocurra un accidente que no te permita moverte.

¿No cree que debe ser terrible vivir sin recuerdos?

Es una tragedia que una madre no reconozca a un hijo y al contrario. Es una situación que he vivido. En la película El hijo de la novia, el personaje de Norma Aleandro, que hacía de mi mujer, padecía de alzheimer. Y para que tuviese un acercamiento y una familiaridad sobre la enfermedad, Juan José Campanella [el director del filme], me llevó a ver a su madre, que sufría alzheimer, a una residencia. Cuando llegamos nos posibilitaron dar un paseo por los alrededores de la residencia. Íbamos los tres caminando cuando, de repente, ella se detuvo y dijo: «¡Ay, si me viera mi papá!». Parecía que de pronto se le despertó una cosa que la retrotrajo a su infancia. Tengo que decir que eso me impactó y conmovió muchísimo. También, cuando llegamos de vuelta, se negó a volver a entrar. Y no hubo manera de convencerla. Esos dos detalles me marcaron muchísimo. Fue la primera vez que tuve un conocimiento cercano de esa enfermedad.

¿No cree que la sociedad también tiene una memoria frágil, muy olvidadiza?

Algunos utilizan la desmemoria como pretexto, como los que deben dinero y se olvidan de pagar. En los países también ocurre. No olvidemos, por ejemplo, que en mi país hubo un gobierno terrible que me obligó hace más de cuarenta años a venirme a vivir a España. Pero la pérdida de memoria real sería no trasmitirlo para que no vuelva a suceder.

Estar amenazado de muerte por la Triple A es algo que no se olvida.

Y después de la Triple A vino el gobierno militar. No sabría decir qué era peor. Por eso no pude pisar Argentina durante casi una década. Son cosas de las que no me olvido. Al menos para que se sepa que eso ocurrió.

La obra también reflexiona sobre la vejez, una etapa de la vida a la que no habría que mirar con miedo...

No. Porque eso sería como doblegarse y a la vez desaprovechar lo poco que queda con lamentos.

¿Qué opina de que el 40% de los españoles no lea nada ni le interese la cultura?

Se lee poco, es verdad. Están todos con el móvil. Antes, cuando la gente se reunía en un bar, lo primero que sacaban del bolsillo era el tabaco. Ahora lo primero que se saca es el móvil. Y las conversaciones se desarrollan con el ojo puesto en el teléfono.