Ni las más audaces y pulidas palabras han podido nunca definir con precisión los intrincados laberintos por donde transita el amor cuando su fuerza explosiva se desata en medio de la tormenta. Puede parecer que lo hacen pero, no nos engañemos: lo único que consiguen en realidad es mitigar, con sus efectos balsámicos, la profunda frustración que genera el hecho, mil veces constatado, de que el universo de los sentimientos resulte tan incandescente e intenso como implacablemente severo cuando no existen recursos para atajar sus efectos. Incluso su descripción más afortunada se torna esquiva, abstracta, inasible y, al igual que con los sueños, se nos termina escabullendo irremediablemente en un océano de contradicciones.

Cuando creemos haber dado con la clave que podría explicar tantos porqués sin respuesta, tantos enigmas, tantas tensiones no resueltas, tantos vacíos, la claridad, sin que nadie nos lo advierta, se transforma súbitamente en penumbra y la certeza convierte de nuevo en incertidumbre. Pero si a las palabras también le añadimos imágenes, si intentamos, como algunos cineastas, adivinar algo más acerca de tan misterioso rompecabezas mediante el auxilio de otro lenguaje pueden suceder dos cosas: que nos confundamos aún más abstrayéndonos con conceptos ya de por sí bastante abstrusos o que, por el contrario, nos abramos una nueva puerta al entendimiento a través de un refinado ejercicio de exploración visual que nos acerque, aún más, a tan complejo fenómeno, pues lo que las imágenes pueden sugerir, sobre todo cuando están concebidas desde una sensibilidad excepcional, casi siempre escapa a cualquier cálculo racional y pueden resultar por tanto, como sucede muy a menudo en el ámbito del cine, particularmente reveladoras a los ojos del espectador.

Con mayor o menor profundidad, con más o menos acierto, y en medio de los escenarios históricos y geográficos más variopintos, el cine ha recorrido la práctica totalidad de las variantes que pueden darse en una relación sentimental. Desde las más cándidas y elementales hasta las más intensas y abrasivas, desde las más predecibles a las más heterodoxas, desde las que enaltecen hasta las que degradan, desde las que envilecen hasta las que liberan, desde las que buscan mayor diversidad hasta las que se sujetan, voluntaria o involuntariamente, a los restrictivos dictados de la moral convencional. Tan es así que para muchos espectadores, incluidos los que creen vivir la experiencia del cine desde una cómoda y neutral perspectiva intelectual, la pantalla constituye el mejor espejo para proyectar sus más íntimos e inconfesables deseos de realización personal.

Dicho de otra manera: no hay, en efecto, escollo o laguna en este quebradizo terreno, ni romance por extraño que se nos antoje, que no haya sido meticulosamente explorado por la cámara cinematográfica. Ni siquiera los que nacen al socaire de la sordidez, la ignominia y el desprecio olímpico por la libertad individual han sido obviados pues, también allí, el cine ha intentado hurgar, más allá de la corrección política, en un intento por encontrar explicaciones a la sinrazón a través de un buen número de personajes y de dramas que han quedado impresos a fuego en la memoria de varias generaciones de cinéfilos como paradigmas de la ambigüedad moral y de la turbación en un mundo social y existencialmente desorientado.

Así pues, no es extraño que el amor se haya erigido en uno de los principales hilos conductores de las más brillantes obras de creación cinematográfica ya que, sin su presencia, y sobre todo sin esa fuente inagotable de emociones de la que se nutre cuando es reflejado con rigor, hondura e inteligencia ¿qué habría sido de películas, pongamos por caso, como Madame Dubarry (Madame Dubarry, 1919), Avaricia (Greed, 1923), Amanecer (Sunrise, 1927), El Ángel azul (De blaue engle, 1930), King Kong (King Kong, 1933), Solo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), Jezabel (Jezabel, 1938), Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), Rebeca (Rebeca, 1940), La carta (The Letter, 1940), Obsesión (Ossesione, 1942), Casablanca (Casablanca, 1942), Laura (Laura, 1944), Perdición (Double Indemnity, 1944), Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), Carta a una desconocida (Letter from An Unknown Woman, 1948), La bella y la bestia (La belle et la bête, 1946), Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946), Gilda (Gilda, 1946), La ronda (La ronde, 1950), Johnny Guitar (Johnny Guitar, 1953), Senso (Senso, 1954), Vértigo (Vertigo, 1958), Al final de la escapada (A bout de souffle, 1959), Hiroshima mon amour (Hiroshima mon amour, 1959), Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass, 1961), Los amores de una rubia (Lasky jedne pla-vovlasky, 1967), Elvira Madigan (Elvira Madigan, 1967), El imperio de los sentidos (Ai no corrida, 1976), Tess (Tess, 1979), Las amistades peligrosas (Dangerous Liasons, 1988), La bella mentirosa (La belle noiseuse, 1992), El paciente inglés (The English Patient, 1996), Deseando amar (In the Mood for Love, 2000) o Brookeback Mountain (2005), concebidas en su mayoría con la voluntad inquebrantable de bucear a fondo y sin limitaciones en aguas oscuras y turbulentas.

Todas, sin excepción, se mueven en este vidrioso terreno, aunque no siempre se dan las mismas circunstancias entre los personajes que las protagonizan, ni las pasiones que se desatan a su alrededor destilan la misma intensidad. Las citas clandestinas de Celia Johnson y Trevor Howard en la estación de tren de Breve encuentro, por ejemplo, constituyen para ambos una necesaria válvula de escape que contribuirá a aliviar las rutinarias vidas que comparten con sus respectivos cónyuges. Humphrey Bogart e Ingmar Bergman sellan su apasionado romance en Casablanca con una triste y desgarradora despedida, a pesar de tener plena conciencia de que sus vidas no volverán a cruzarse jamás. Clark Gable y Vivien Leigh representan, en Lo que el viento se llevó, dos mundos paralelos, dos universos virtualmente opuestos que, no obstante, están condenados a entenderse porque, en el fondo, ambos se atraen y se necesitan mucho más de lo que la díscola Escarlata O´Hara intenta hacer creer en sus aristocráticos círculos sociales. Gable, por su parte, representa el pragmatismo del héroe nordista dispuesto siempre a ceder para conseguir sus objetivos mientras Escarlata, educada en un mundo clasista, distante y profundamente reaccionario, encarna las tradiciones políticas y sociales más rancias del sur.

El febril romance que protagonizan Pia Degermark y Thommy Berggren en Elvira Madigan, la inolvidable producción sueca de Bo Widerberg inspirada en sucesos reales acaecidos en la segunda mitad el siglo XIX, en la que el amor se transforma en una poderosa e irreductible fuerza revolucionaria en medio de una Suecia puritana, gris y autoritaria, deviene en un brioso alegato contra la intransigencia, que, como era de esperar con una película que desacraliza sistemáticamente instituciones tan intocables como el Ejército o la Iglesia, levantó en su día muchas ampollas entre los sectores más conservadores de la sociedad sueca.Circunstancia

En Johnny Guitar, Sterling Hayden sabe que no volverá a recuperar el amor con el que Joan Crawford le dispensó en otros tiempos, circunstancia que no alterará en modo alguno la secreta pasión que aún siente por ella y sus inalterables deseos de recuperarla algún día, aunque para lograrlo no le importe que le mienta, haciéndole confesar unos sentimientos que ya no comparte -“dime que me amas aunque no sea cierto”, le dice en uno de los momentos más emotivos de la cinta-. Michelle Pfeiffer, otra estrella prácticamente especializada en heroínas de gran calado romántico, sucumbe a los sutiles métodos de seducción de John Malcovich en Las amistades peligrosas, pero lo que en un principio comienza como un simple e inofensivo juego erótico se transformará, con el tiempo, en una trampa mucho más inquietante de lo esperado. La pasión termina cegándoles hasta alcanzar, en ambos casos, una tensión dramática insostenible.

El gran James Stewart, al que también le han tocado en suerte algunos otros personajes atormentados por sus fuertes frustraciones sentimentales, se enfrenta a un escenario turbador cuando cae hechizado por la enigmática personalidad de una Kim Novak en plenitud de facultades en Vértigo, la película que infundió valores metafísicos a la filmografía de Hitchcock y que aportó nuevas e interesantes perspectivas al futuro del psicoanálisis en un país, Estados Unidos, virtualmente cautivado por las innovadoras tesis freudianas. Joan Fontaine y Lawrence Olivier, otra de las parejas icónicas del cine de los cuarenta, viven un angustioso romance, precedido por el malsano recuerdo de la difunta esposa de Oliver, en Rebeca, la interpretación hitchcockniana de la legendaria novela de Daphne du Maurier, donde la pareja protagonista libra una singular batalla psicológica por romper los vínculos con un pasado particularmente tormentoso que empaña sus vidas.

En Hiroshima, mon amour, obra esencial del cineasta francés Alain Resnais, la apasionada relación amorosa que surge entre Emmanuelle Riva y Eiji Okada en la martirizada ciudad japonesa de Hiroshima, pese a llevar impresa su fecha de caducidad, conserva el aire inconfundible de un romance fuertemente asentado en la mutua convicción de que, además de los puramente sentimentales, existen entre ambos otros lazos de orden moral e históricos que contribuyen a fortalecer su eventual unión como pareja. Brookeback Mountain, de Ang Lee, una de las primeras películas estadounidenses que aborda abierta y sosegadamente una historia de amor homosexual sin apelar al sensacionalismo ni a la truculencia argumental, abrió sin duda un nuevo espacio para la reflexión, introduciendo un elemento nuevo que, como era de esperar en un mundo bipolar, generó todo tipo de reacciones. Ganadora, entre otros numerosos galardones, del Oscar al Mejor Director, Lee traza un sobrio y emotivo retrato de dos jóvenes que, mientras cuidan de un ganado de ovejas en la soledad de las montañas descubren la verdadera naturaleza de sus sentimientos.

Se trata, en resumidas cuentas, de un conjunto de películas que, con mayor o menor acierto, han surcado las procelosas aguas del romanticismo, intentando ahondar en aspectos que tradicionalmente han sido obviados por el cine comercial en su indisimulada voluntad de aligerar al máximo el peso intelectual de los dramas sentimentales y mostrar solo su epidermis, como quedó bien patente en producciones tan ligeras y autocomplacientes como las hipertaquilleras Love Story (Love Story, 1970) o Pretty Woman (1990).