La recta final de la temporada de la Filarmónica nos reserva tres citas de altísimo nivel artístico y, por qué no decirlo, ambiciosas. Ésa es la intención, cuestión aparte es la realidad o, mejor dicho, la soledad. Más allá del hecho puntual de descubrir una sala con apenas un par de cientos de asistentes (lo que tiene su propia reflexión y múltiples respuestas) la OFM sigue décadas después sin el contenedor necesario para desarrollar profesionalmente la actividad cultural para la que fue concebida. El auditorio no tiene como fin primero disponer cómodamente a sus abonados y aficionados, sino dotar al conjunto sinfónico de los elementos técnicos que permitan la acústica propia de una orquesta como la nuestra.

Bruckner estuvo solo, inmensamente solo pero como aficionado sigo reclamando menos paternalismos y sí la necesaria solución a las más que evidentes deficiencias acústicas del Cervantes, espacio en el que, por otro lado, estamos de prestado y precisa también otro debate sereno; entre el veinte por ciento y los jueves hay una realidad que se llama media de asistencia trufada por la propia idiosincrasia malagueña. Por todo esto, tras la monumental interpretación de la Filarmónica y Carlos Domínguez Nieto en la batuta del quinto trabajo sinfónico bruckneriano la impresión es una mezcla de sonrojo, admiración y deseo.

El perfil decididamente internacional no sólo en el capítulo formativo, sino también profesional, focalizado en Centroeuropa, hace del madrileño Carlos Domínguez toda una autoridad al considerar su perspectiva del gran sinfonismo. Nada queda a la improvisación, todo responde a un esquema centrado en el pulso y la dinámica que, más que ascenso, es una profunda evolución posible gracias a que respira la partitura. Ésa fue la proeza de Domínguez en el podio de la Filarmónica, como otro atril más, en la lectura de Quinta Sinfonía de Bruckner. No hubo milagro, pero sí un trabajo para referenciar a nivel profesional y, de paso, inolvidable como oyente.

Un caminar lento, apesadumbrado, marcado por las cuerdas graves, antecedía al adagio-allegro inicial sobre una atmósfera opresiva que caracterizaría el primer tiempo dibujado por Domínguez Nieto. Continuó un adagio suspendido, compacto y coherente de principio a fin; aquí la dirección incidió en las simetrías y paralelos que guarda con el movimiento inicial. El scherzo enlazado con el adagio precedente descubre en el tema danzante que guarda cierto espacio para distraer la tensión hasta la conclusión donde Carlos Domínguez pudo extraer del conjunto una emisión rotunda. Durante toda la interpretación se sucedió algo más que complicidad entre músicos, la definición correcta no es otra que la suma de esfuerzos de los profesores y concretamente entre secciones, la solvencia de las maderas y el bruñido de los bronces en la construcción de la arquitectura sinfónica ideada por el compositor... Todo como un alegato a la fe y la convicción que la sostiene. Éste fue el Bruckner que nos hizo respirar Domínguez Nieto.