El abogado y escritor malagueño Rafael Ábalos ha regresado este mes a las librerías tras seis años de ausencia con Las brumas del miedo, una novela policiaca con la que quiere desafiar al lector haciéndole partícipe de una trama que discurre entre la violencia nazi y los suicidios, la internet profunda y el turismo necrófilo.

Este libro (Plaza y Janés) comienza con cinco jóvenes que aparecen muertas, desnudas y sin signos de violencia a los pies del Monumento a la Batalla de las Naciones de Leipzig (Alemania), el mausoleo más grande de Europa construido para conmemorar la derrota de Napoleón en 1813 y que fue usado en la segunda guerra mundial como refugio de los alemanes ante la inminente caída del régimen.

Ábalos concibe la escritura como «el resultado de una obsesión» que le ocupa las horas de vigilia e incluso de sueño, y que se ve reflejada luego en su forma de escribir. En este último trabajo, cuenta el autor, «surgen las tramas y los personajes de forma mágica, casi por sí solos, desde el subconsciente que no descansa, cuando la historia lo necesita». Y es que el malagueño no se considera un escritor al uso: no premedita lo que pasa ni tiene guiones. Se deja llevar por la historia.

Ábalos, que se estrenó en la literatura para adultos con El péndulo tras consagrarse como autor juvenil con Grimpow, el camino invisible, entre otros títulos, imaginó de forma espontánea hace dos años la escena de apertura de Las brumas del miedo mientras fumaba un cigarrillo en un balcón de Guadix (Granada), donde pasaba unos días de descanso junto a su mujer, enferma entonces de leucemia. Según recuerda, en ese instante supo de forma automática que iba a volver a la literatura, una actividad que tenía totalmente abandonada y que recuperó al preguntarse, entre otras cosas, «quiénes eran esas chicas, qué hacían allí y por qué estaban muertas». En Las brumas del miedo el responsable de responder a esos interrogantes es un experimentado agente que llega al monumento donde yacen muertas las jóvenes a bordo de un helicóptero policial para compartir, así, la imagen aérea que había visualizado Ábalos al imaginar el arranque del libro.

El autor confiesa que necesita un impacto para arrancarse a escribir. «No puedo sin una motivación suficiente que me lleve a multitud de preguntas», y en este libro encontró ese «detonador» en una escena fúnebre, con tintes eróticos y simbología fascista. «Siempre digo que no soy escritor, sino más bien que escribo como si fuera el lector. Voy visualizando y haciéndome preguntas», reconoce antes de autodefinirse como un autor «instintivo, impulsivo, que va descubriendo los personajes a medida que van haciendo falta en la historia».

En esta segunda novela le otorga además un protagonismo especial a su público, porque le facilita incluso más información de las tramas que a los propios personajes y le hace partícipe de la resolución del misterioso caso. Para eso, entre otras herramientas narrativas, emplea un chat que mantienen en la Internet profunda las cinco chicas muertas junto a una sexta en los días previos al hallazgo de sus cuerpos, y con esos diálogos introduce un perturbador relato sobre las drogas y la degradación, el suicidio, la pervivencia del nazismo o el culto a la muerte.

De su trayectoria como escritor juvenil, Ábalos dice que se beneficia de la «capacidad por hacer creíble lo fantástico», mientras que de su pasado jurídico aprovecha el conocimiento de la psicología del ser humano que, según cree, tienen los letrados. «Ser abogado te aporta un conocimiento muy amplio sobre la psicología humana, aparte de elementos legales que hacen verosímiles los interrogatorios, por ejemplo», comenta el autor, quien ha participado como abogado en procesos tan mediáticos como la operación Malaya y para el que la abogacía es una «forma de escribir». El problema está, se lamenta, en que el nivel de lectura en España es «lamentable», de ahí que «no se escriba tan bien como se debería» en ese sector profesional.