El mundo submarino fue una asombrosa ventana a la vida bajo las aguas de los océanos, un mundo antes casi inalcanzable y en que nadie había penetrado con tales ingenios de navegación, buceo y grabación. En una época de descubrimiento popular de la naturaleza (son también los años de Félix Rodríguez de la Fuente y del primer David Attenborough), Jacques Cousteau -el comandante Cousteau, como tan a menudo se subarayaba en la locución-, metió los focos en el mar y nos llevó a navegar del uno al otro confín del planeta azul (con entusiasmo lastrado, todo hay que decirlo, por la morosidad de las imágenes y de la narración, en contraste con el verbo vigoroso y vibrante de Félix, acompañado por sorprendentes -aunque trucadas- imágenes, y con la narrativa sosegada y cautivadora de Attenborough en producciones cinematográficamente impecables).

Jacques, un biopic sobre la figura de este oficial naval, oceanógrafo, explorador, cineasta y divulgador, producido en 2016 y que llega ahora a las salas españolas, ha devuelto a la actualidad, veinte años después de su muerte (el 25 de junio de 1997), la figura de este Quijote de los mares, dando pie a la revisión de sus logros (la película también se ocupa de las inevitables sombras, más personales que relacionadas con su labor en pro de los mares). Y sus logros son muchos. El primero, por su repercusión, el de haber acercado al público de masas ese mundo submarino que da título a su serie más popular, rodada entre 1968 y 1975 (hubo otras, hasta 1994, pero ninguna con tanto impacto social). A bordo del famoso Calypso (un antiguo dragaminas reconvertido en buque oceanográfico), Cousteau compartió con los espectadores la contemplación fascinada de las criaturas marinas, su búsqueda, su estudio, su descubrimiento incluso. Mostró cómo funcionaban los ingenios que él mismo había inventado, el más célebre y duradero el aqua lung (pulmones submarinos), la escafandra submarina autónoma que ideó en 1943, junto a Émile Gagnan, y que permitió a los buceadores librarse del incómodo tubo umbilical que hasta entonces los ataba a la superficie y les permitía respirar en las inmersiones. Cousteau también adaptó las cámaras fotográficas al medio acuático y diseñó la turbovela, una tecnología que rentabiliza la energía eólica para dar fuerza motriz a los barcos, sin sustituir al combustible pero rebajando su consumo un 20 o 30 por ciento.

Sus producciones documentales tuvieron un correlato escrito, con medio centenar de libros publicados, entre los cuales destacan la versión literaria de Mundo submarino (1979), en diez tomos (mas otro adicional dedicado al Calypso), y, la Enciclopedia del mar (1994), en 18 volúmenes, que componen una completa visión de las exploraciones, las aventuras y las batallas de Cousteau en un formato adaptado para la consulta, con textos concisos y episódicos, que estilísticamente comulga con el tono y la palabra de los espacios televisivos.

Cousteau se convirtió en bandera del conservacionismo cuando, en 1960, se opuso a un vertido de residuos nucleares en el mar, que logró detener y por el que se cuenta que le dio un tirón de orejas al mismísimo presidente francés, que no era sino Charles de Gaulle, cuando éste quiso quitarle hierro al asunto. Su compromiso con el bienestar del medio marino lo canalizó a partir de 1973 en la Sociedad Cousteau para la Protección de la Vida Oceánica, que fundó junto a sus hijos y epígonos Jean-Michel y Philippe (el segundo fallecido en accidente en 1979 y a cuya memoria está dedicado el Museo de las Anclas de Salinas, en Castrillón). Y puso todo su empeño en lograr que la Antártida se convirtiese en el santuario y el territorio para la paz y la ciencia que es actualmente, por medio del Tratado Antártico de 1959 (en vigor desde 1961) y el Protocolo del Tratado Antártico sobre Protección del Medio Ambiente de 1991 (vigente desde 1998). El legado de Cousteau en lo que concierne a la sensibilización sobre el medio ambiente, y el marino en particular, tiene un discurso formal en la Carta de derechos de las generaciones futuras, que su propia sociedad publicó en 1979 y cuya idea nuclear es que no somos dueños del planeta, sino sus hijos y sus administradores, con el deber de legarlo a las generaciones futuras en iguales o mejores condiciones de habitabilidad y riqueza. Es un concepto importante porque implica que cada generación debe calibrar y vigilar sus impactos presentes y futuros sobre la Tierra, y tratar de reducirlos de modo que no comprometan la vida planetaria, incluida la de sus propios descendientes y herederos. Este documento se acabaría incorporando al espíritu de la Declaración de los Derechos Humanos de las Generaciones Futuras (Declaración de La Laguna, Tenerife), sancionado por la Unesco el 26 de febrero de 1994.

El propio Cousteau dejó escritas unas palabras que sintetizan bien sus anhelos y sus motivaciones: «Casi sin pensarlo, me he lanzado a una vida consagrada a conocer mejor el mar».