Que el arte cinematográfico nació de la enfebrecida imaginación de pioneros como George Mèliés, Edwin S, Porter, Thomas H. Ince o David W. Griffith, precursores en el manejo de un invento que mutaría rápidamente en herramienta para la reinterpretación de la realidad, es tan cierto como que la noche sucede al día. Solo les bastó explorar minuciosamente las virtualidades de la cámara y la cadencia de las imágenes para instaurar una nueva y revolucionaria manera de representar el mundo, lejos de los toscos manejos especulativos de una industria incipiente que se negaba, por principios, a ahondar en las posibilidades expresivas de dicho invento, temiendo la pérdida de un próspero negocio que comenzaba a vislumbrarse en el horizonte.

Pero la evolución natural del medio terminaría imponiendo sus propias reglas y las de sus flamantes creadores, estableciendo un amplio campo de maniobra donde se instalaron, con mayor o menor fortuna, la novela, el teatro, la arquitectura y la pintura como nutrientes fundamentales del nuevo arte, aunque sería fundamentalmente la poesía, en su acepción más libre y transgresora, la que terminaría inundando las primeras experiencias artísticas del cinematógrafo, tal y como lo atestiguan, entre otros movimientos de vanguardia, el expresionismo y el surrealismo como baluartes de la libertad creadora en un mundo que se transformaba de manera vertiginosa ante los atónitos ojos de críticos e historiadores. En ese escenario, que coincidió, no lo olvidemos, con el estallido de dos guerras mundiales, surgieron nombres como el de Jean Cocteau, paradigma por excelencia del creador independiente y multifacético que pugnaba por una concepción del cine mucho más inclusiva con las restantes artes que excluyente, como postulaban insistentemente los sectores más puristas del cine.

La aparición estos días de la edición remasterizada en BD de La bella y la bestia (La belle et la bete, 1946) y La sangre de un poeta (Le sang d´un poete, 1930), del cineasta, pintor, poeta y dramaturgo galo, constituye, pues, una excelente ocasión para volver sobre uno de los nombres esenciales del cine experimental francés en la década de los treinta y cuarenta y, sin duda, el artista que mejor entendió los íntimos lazos que unen el mundo del cine con el de la poesía. Injustamente olvidado por las últimas generaciones de espectadores, su obra, aunque no muy amplia, está sembrada de sutiles detalles que revelan el talento torrencial de este creador inclasificable al que admiraron, en su tiempo, cineastas de la envergadura intelectual de Serguei Eisenstein, Jean Renoir, Luis Buñuel, René Clair, David W. Griffith, René Clément, Jean Vigo, Charles Chaplin y Carl Th. Dreyer, Fritz Lang, George W. Murnau o Max Ophuls.

Nacido en el verano de 1889 en Masion-Laffite, una población muy cercana a París, Jean-Maurice Clément Cocteau no esperó demasiado tiempo para manifestar al mundo las inquietudes que despertaban en él la literatura, el teatro y las bellas artes. Hijo de un prestigioso notario y de una agente de cambio, cuando aún era un estudiante adolescente en el Liceo de Condôrcet de París, comenzó a sentirse profundamente atraído por la escritura al tiempo que hacía sus pinitos como dibujante y dramaturgo e iniciaba sus contactos con las vanguardias artísticas del momento, trabando una profunda amistad con personalidades tan influyentes en la esfera artística e intelectual europea como Guillaume Apollinaire, Pablo Picasso, Max Jacob, Vaslav Nijinsky, Serguéi Diahgilev, Salvador Dalí, Eric Satie o Igor Stravinsky, algunas de las cuales se convertirían, años después, en sus más importantes fuentes de inspiración artística y en los casos concretos de Satie, Picasso y Diahgilev, en estrechos colaboradores en más de una ocasión. Sin embargo, sus sólidas y prolongadas relaciones con muchas de las grandes figuras del mundo cultural de entreguerras de poco le sirvieron desde que se airearon a su alrededor ante lo que parecía una enorme contradicción moral en un ambiente político tan comprometido como el de Francia.

Pacifista

Aunque desde muy joven se mostró como un convencido pacifista, Cocteau participa en la Primera Guerra Mundial en una unidad voluntaria de ambulancias alegando solidaridad con las víctimas de la contienda, argumento que rechazarían de plano los sectoresmás radicales del joven movimiento antibelicista francés y que lo colocaría, además, en una situación muy incómoda ante la opinión que sobre este tema defendían los más respetados popes de la avant-garde parisina. Este hecho, que algunos de sus biógrafos destacan en exceso, fue rápidamente olvidado tras su regreso meses más tarde a París y su inmediata incorporación a la frenética actividad creativa que caracterizaron los primeros años de la posguerra en la capital francesa con el estreno del ballet Parade, «una pieza inclasificable, moderna e innovadora por sus cuatro costados», según palabras del propio Picasso, donde el autor de Orfeo (Orphée, 1950) presenta por primera vez en público sus peculiares credenciales artísticas como escenógrafo y las pautas autorales que seguirían todas sus obras en el futuro, incluidas las propiamente cinematográficas.

Tras formular los principios estéticos del llamado Grupo de los Seis y publicar, bajo aquellas mismas premisas, varios libros de poesía, una obra teatral y una novela, decide emprender la aventura del cine gracias al desinteresado mecenazgo del vizconde de Noailles -productor a la sazón de La edad de oro (L´age d´or, 1930), de Buñuel- con La sangre de un poeta, película de vuelo libre y dotada de una fuerza visual abrumadora en la que todo se expresa a través del sugestivo calidoscopio de la poesía, sin concesión alguna a los cánones narrativos tradicionales, buscando, a la manera de los surrealistas, la continua descomposición de la realidad mediante el relato de un sueño en el que Cocteau se interroga a sí mismo sobre el papel que juegan los poetas en un mundo sin poesía. «Siempre fue una preocupación que me atormentó durante toda mi vida, no saber con certeza a quien iba destinada mi poesía, mis filmes o mis pinturas».

Experiencia

Esta nueva experiencia, de la que el mismísimo André Bretón abominó hasta su muerte por no ajustarse a las exigencias del Manifiesto Surrealista pues en ella «no encontramos -decía- ni dictados del inconsciente, ni escritura automática, ni apertura metafísica», no tendría continuidad hasta 1946, año que ocuparía Cocteau en preparar y filmar La bella y la bestia -Premio Louis Delluc-, otro título de clara coloración poética inspirado en el clásico relato homónimo de Mme. Leprince de Beaumont, cuyo refinado sentido de la puesta en escena lo convierte en el más claro exponente de un cine que busca el alejamiento a ultranza de los clichés estéticos tradicionales en función del complejo ámbito mitológico por el que se deslizan sus bellas imágenes. Una absoluta genialidad que obra el milagro de combinar acertadamente lasmás genuinas técnicas teatrales con el más depurado estilo cinematográfico en el empeño de dar forma visual a un universo fundamentalmente dominado por la fantasía, el drama y la imaginación más desbordantes.

Protagonizada, como casi todo el resto de su breve filmografía, por su gran amigo y amante Jean Marais, La bella y la bestia definiría con toda suerte de detalles un estilo cinematográfico incatalogable, que iría adquiriendo mayor sofisticación en películas como El águila de dos cabezas (L´aigle a Deus tetes (1947), Les parents terribles (1948), Orfeo y El testamento de Orfeo (Le testament d´Orphée, 1960) y en el que, por encima de todo, existe siempre el propósito de bucear en aquellos aspectos de la realidad que el ojo convencional casi nunca está en disposición de ver. De ahí que su personal visión sobre el oficio de crear se basara precisamente en un concepto tan heterodoxo, tan poco acomodaticio y tan alejado de los estereotipos culturales establecidos.