Hasta fin de año, el Caixafórum de Barcelona presenta una exposición que permite hacerse una idea cabal de la producción de Andy Warhol. Nacido en 1928 en Pittsburgh como Andrew Warhola en el seno de una familia llegada de Eslovaquia cuando aún pertenecía al Imperio austro-húngaro, en 1949 pasó a vivir a Nueva York para trabajar como ilustrador y diseñador gráfico de publicidad. Su habilidad para dibujar y la hipocondría que gobernó su vida adulta no fueron ajenas a padecer desde su infancia de corea de Sydenham, dolencia que provoca movimientos incontrolados y alteraciones de la pigmentación de la piel.

Desde el grafismo, Warhol descubrió las posibilidades de la multiplicación de los diseños publicitarios gracias a los soportes de comunicación de masas (revistas, vallas, filmets). Y su habilidad fue, paradójicamente, dotar a las imágenes publicitarias reproducidas hasta el infinito de singularidad artística.

Para ello, tomó algunos de los símbolos de la sociedad de consumo norteamericana, como el billete de un dólar (en Estados Unidos la moneda fraccionaria solo afecta a los centavos), las sopas preparadas Campbell (que tomaba de pequeño casi a diario), la botella individual de Coca & Cola, las latas de piña Del Monte, los envases de kétchup Heinz o las cajas de esponjas de metal Brillo.

Pero Warhol no tenía como objetivo su contenido sino, contrariamente, el continente: sus Brillo Box -hechas en cubos de madera pintados- reproducían los envases de mayor tamaño de esta marca de esponjas, populares por la simple razón que mucha gente los aprovechaba, una vez vacíos, para transportar objetos cotidianos o algún animal de compañía.

En un aparente extremo contrario, Warhol justificaba la reproducción de las botellas de Coca & Cola. No olvidemos las dudas que hubo en la Cuba castrista de los primeros años sobre la condición de símbolo imperialista de este refresco, asunto solucionado cuando se decidió que lo imperialista era la peculiar forma de sus botellas, no el brebaje. El artista neoyorquino dio la vuelta a tal argumento diciendo que mientras un obrero bebía esta bebida carbónica viendo la televisión, sabía que también la podría estar consumiendo un magnate en la misma actitud.

Y de la misma manera que reprodujo estos productos de consumo tangibles (modificándolos al pasarlos del volumen a las dos dimensiones), hizo lo mismo con diversas personalidades populares como Marilyn Monroe, Liz Taylor o Jackie Kennedy (una vez viuda), alterando cromáticamente sendas fotografías estándar y reproduciéndolas mediante sistemas de artes gráficas, como la serigrafía.

Ya en la década de los 70, hizo algo semejante cuando tomó la fotografía que de Mao Zedong se exhibía en las calles de Pekín con motivo de la visita del presidente Richard Nixon. Alterado en sus colores originales, cuando lo presentó en el Palais Galliera de París iba acompañado de un fondo de papel pintado con rostros del dirigente comunista chino que semejaban ciruelas. La paradoja radicaba, por una parte, en hacer de la foto de Mao -símbolo de la disciplina comunista y ya en su ocaso- un símbolo de la libertad de expresión y de la modedrnidad, y por otra, en invertir la reproducción inherente al culto a la personalidad y su solemnidad formal en singularización colectiva.

En esta línea, y en una especie de regreso a los orígenes, Warhol recuperó materiales publicitarios ajenos para crear obras singulares. Desde la aspiradora Vacuum Full Size de 11.25 dólares, cuyo anuncio reprodujo, hasta el tópico «antes» y «después», cuyo resultado se producía tras la intervención de un profesional. Un tópico publicitario ya utilizado antes de la guerra en una popular tintorería de la barcelonesa calle Aribau, llamada Charlot (evidentemente, no pagaría derechos de autor), en que en un óvalo aparecía el personaje creado por Chaplin, tal cual era, «antes de entrar en casa Charlot», y en otro, a la derecha, el mismo individuo con el traje planchado y el sombrero limpio «al salir de casa Charlot». Warhol reprodujo esos antes y después en Before and after (1961), recreación de un anuncio que deja en evidencia la obsesión de la sociedad norteamericana por la belleza, a la cual el mismo Warhol no fue ajeno, usuario desde joven de productos cosméticos, paciente de rinoplastia y usuario de postizos capilares de los que hizo parte de su imagen.

El comisario José Lebrero ha titulado esta exposición como El arte mecánico. Un calificativo que no hemos de entenderlo en el sentido de banal sino como sinónimo de reproducción con medios industriales, circunstancia que no mermaba el resultado final del producto. Y cualquiera que lo tuviese a su alcance físico, podía disfrutar de un «Warhol»: recién salidas del horno, las serigrafías de sopas Campbell costaban 5 dólares. Las que han sobrevivido alcanzan hoy en las subastas precios cercanos al millón de dólares. El último elemento presente en la vida y en la obra de Warhol es la muerte. Su hipocondría congénita se vio agravada por el miedo a morir tras sufrir un atentado en 1968. Una obsesión que intentó conjurar cuando en el hospital se fotografió mostrando las cicatrices pero siguió manifestándola en cuadros bien conocidos como el revólver rojo y negro o las calaveras de colores, que recuerdan a las catrinas, las calaveras mexicanas de colores popularizadas desde 1949 por el diario El Socialista.