«Nosotros somos cultos, ingeniosos, cínicos exponentes del materialismo y el nihilismo, y predicamos una sofisticada doctrina de negación filosófica. Nuestra característica principal es el escepticismo; la incapacidad de creer en nada.» El dramaturgo esloveno Livija Pandur hace recitar estas dos simples frases a Valentín, en su versión del Fausto de Goethe, en una impresionante descripción de esa parte de nuestra sociedad actual más cercana a lo que se ha dado en llamar «el Demonio».

De este cinismo moderno como forma de comunicación trata el libro El saqueo de la imaginación de la filóloga, periodista y escritora Irene Lozano (1971), curtida durante años en la política, que describe como algo cruel que expulsa a mucha gente honesta y tritura el sentido del humor. «Estar muerto puede llegar a ser muy divertido, créeme -le explica a Pedro Sánchez en un reciente artículo-. Saca uno tiempo para leer a Marco Aurelio y saborear unas lentejas.»

Aprovechando la redefinición de esos términos públicos desprovistos de su sentido real, que circulan como moneda de cambio en discursos, discusiones televisadas y redes sociales («progreso», «conservador», «libertad», «democracia»), Irene Lozano analiza cómo los diferentes poderes utilizan la semántica y la gramática en detrimento de la gente honesta. Recuenta los trucos lingüísticos neocom que han usado el diccionario de la Real Academia para convertir al imputado en investigado. Para ello hace un repaso a la historia reciente que apoya con una extensa bibliografía, notas y agradecimientos. No se trata únicamente del engañoso descontrol del contenido de las frases y las palabras, sino también de sus formas: desde George W. Bush postulándose como «disidente» ante Saad Eddin Ibrahim, al discurso del Apocalipsis. Todo ello pasando por la confusión de términos extranjeros que, traducidos, no significan lo mismo en nuestro semánticamente atrasado país, en el que alguien como Ana Botella pudo equivocarse a la vez que estar en lo cierto al decirle con toda tranquilidad a Pedro Zerolo: «Usted no va con los tiempos».

Como las causas son los logaritmos de los efectos, las consecuencias de estos usos ya se están haciendo notar en el caos informativo y de gobierno creado a nivel global. No en vano las Humanidades han corrido la suerte de las herejías que entran en conflicto con el dogma establecido.

El lector encontrará ciertos relámpagos de humor, tal vez no completamente voluntarios, en las paradojas del uso de esas definiciones que pasan tantas veces por nuestro cerebro sin darnos cuenta que acaban por perder el sentido. Algo que entronca con la literatura del absurdo de finales del xix, heredera de los símbolos y las sorpresas existenciales de la época, tan verosímiles y a la vez tan alejados de la realidad.

Lo más consolador, dentro de este intrincado juego de referentes formados con espejos y trampas por nuestras propios apetitos, es la placidez epicúrea elegida por su autora, alejada de la habitual mala sangre de tantos otros autores en los mismo temas. Demuestra con ello que la felicidad es una cuestión voluntaria. Decir las estupideces que dicen los demás, hablar como todos o expresarse de una manera distinta deriva de nuestra disposición a pagar un impuesto de lujo, no sólo sobre el buen gusto y la inteligencia, sino sobre el derecho de saber vivir.