Llega el momento de conmemorar el centenario del nacimiento de la gran folclorista y artesana chilena, y también universal, tal como lo es su hermano el celebrado y enorme poeta Nicanor Parra. Acaso Violeta sea menos conocida, salvo por la enorme difusión que tiene su canción Gracias a la vida, versioneada por multitud de cantantes y grupos musicales hasta convertirse en el emblema distintivo de su autora. Un hermoso himno a la vida, ciertamente, que recorre la fisiología humana como vehículo de descubrimiento y goce de la realidad que le tocó vivir, haciéndolo compartible cada vez que alguien lo entona personalizándolo. Pero Violeta es mucho más que esa canción y es hora de refrescar su memoria, tan sólo sea para que las nuevas generaciones atrapen la onda de su personalidad humana, su peripecia vital y la trascendencia de su trabajo exhaustivo en el folclore tradicional chileno, el cual inspiró gran parte de su producción autoral.

Por suerte contamos en la bibliografía básica sobre Violeta con un librito -minúsculo en formato, pero completísimo en documentación viva -resultado como es de una investigación hecha con testimonios de primera mano entre sus familiares, sus colaboradores, y los hombres que compartieron su vida amorosa.(1) La misma Violeta dejó en octosílabos de expresiva lengua popular sus propias Décimas. Autobiografía en versos chilenos (Santiago de Chile, 1970), una delicia de espontaneidad rimada que completa la citada obra, acceso directo como es a su experiencia de sangrantes espinas y pequeñas compensaciones, pero siempre libre como el viento: tierna o airada, lírica o épica, andariega contumaz por los cerros andinos, con una guitarra y un magnetófono que cargaba su hijo Ángel, rescatando el folclore olvidado de su pueblo, a veces por cantores que tenían ya casi cien años. Comunista convencida y madre alejada de sus hijos, debido a sus giras europeas, ese desapego es la parte oscura de su vida. «Hocico caliente», decía de sí misma, reconociéndose malhablada, iracunda, impertinente, apasionada hasta el punto de romper hasta catorce guitarras en hombres que no le correspondían o la insolentaban. Si ya de por sí los Parra eran feos, Violeta acusaba aún más ese rasgo por una viruela que contrajo de niña. Iracunda y tierna a la vez: esa era su dualidad, la que queda en canciones airadas y batalladoras (Maldigo del alto cielo, La carta, Miren cómo sonríen, ¿Qué dirá el Santo Padre?, Arauco tiene una pena, Hace falta un guerrillero) , emotivas (Rin del angelito, Casamiento de negros, Rosita se fue a los cielos), solidarias ( Me gustan los estudiantes, Los pueblos americanos, Yo canto la diferencia, Por qué los pobres no tienen, Arriba quemando el sol, Santiago, penando estás, Según el favor del viento), amorosas (¿Qué he sacado con quererte?, De cuerpo entero, Pupila de águila, Lo que más quiero, Corazón maldito, La jardinera) y otros registros intermedios entre los quebrantos y el arrobo de sus décimas.

Violeta Parra nació en San Carlos (Chillán. Chile) el 4 de octubre de 1917 y se pegó un tiro el 5 de abril de 1967 en su Carpa de la Reina, en las afueras de Santiago, deprimida por un amor no correspondido por el músico Alberto Zapitán. Fue el año que se llevó por delante al guerrillero Ernesto Che Guevara el 4 de octubre, y da la casualidad de que ambos lo hicieron a los 49 años: un paralelismo más ente estos dos fajadores por ideales del mismo signo, si bien con disímiles actividades. Violeta no sólo era folclorista, sino que tejía primorosos tapices, arpilleras, pintaba óleos, hacía esculturas en alambre, que expuso allá donde iba a cantar. Sus viajes a Polonia, la Unión Soviética, Alemania, Finlandia, Francia y Suiza ilustraron a los europeos sobre un folclore andino que desconocían. París fue durante tres años su lugar de residencia. Expone sus trabajos y da recitales de canto en la Unesco y en el Teatro de las Naciones, expone en el Museo del Louvre sus obra artística , actualmente custodiada por la Fundación Violeta Parra y en el Museo de su nombre en Santiago de Chile. Lo del Louvre fue un puntazo: piénsese que era la primera vez que un artista latinoamericano era acogido en ese museo para una exposición individual.

Etnografía

Lo suyo era la etnografía musical, como le sucedió en los EEUU a Alan Lomax. Violeta dominaba ese campo, pues se dice que recopiló hasta cuatro mil canciones en su incansable nomadeo por lugares recónditos de su tierra chilena. Compuso sus primeras canciones a los 14 años y, después de un recital en casa de Pablo Neruda, Radio Chile la contrató para una serie de programas que la lanzan a la primera línea del arte del país. Ya en 1953 había grabado dos discos sencillos y desde entonces las sucesivas ediciones de sus canciones propias y de la tradición popular, más la obra inédita, no han cesado de reeditarse, «después de vivir un siglo», hasta la fecha.

No nos extenderemos aquí sobre su biografía, que el lector o lectora tiene al alcance en la Wikipedia, y en una extensísima bibliografía y filmografía que recorre las variables creativas de esta proteica mujer, menudita y feúcha, pero con una potente personalidad poética y musical que la han convertido en un ídolo a nivel planetario, si tenemos en cuenta la infinidad de intérpretes que han cantado algo de su extensísimo repertorio. Y lo frecuentada que está por quienes se arrancan a cantar en las reuniones con el repertorio latinoamericano. Recuérdese también aquí la película Violeta se fue a los cielos (2011), dirigida por Andrés Wood, que duró cuatro días en los Multicines Monopol, porque sigue siendo poco conocida, ídolo casi de avisadas minorías. Y es que Chavela Vargas se ha llevado la parte del león y Violeta ha quedado para los conspicuos seguidores incondicionales de su trayectoria.

La película de Wood, basada en el libro de Ángel Parra, tiene la garantía de relatar la absoluta intimidad de su madre, de primerísima mano en los aspectos positivos y negativos del personaje. Construida con nervio e inteligencia reproductiva, es un emocionante despliegue del avatar humano y artístico de Violeta, sus secretos, miedos y frustraciones. Ganándose sus porotos (frijoles) con el alma chilena y universal. Estructurada entre el documentalismo tomado por el realizador en los campos chilenos y la dramatización de la compleja personalidad de la Parra, cuenta con una dúctil protagonista que hace creíble todo lo que consigue expresar. Comprobando la empatía con que ha asumido su papel la actriz Francisca Gavilán (quien canta con su propia voz algunas de las canciones) nos parece estar ante la propia Violeta: arisca, nerviosa, tierna, libidinosa, sensitiva, imprevisible en sus arranques de dignidad, en sus desplantes ante las autoridades, amando y odiando simultáneamente al suizo Gilbert Favre, confesando que todo lo que hace es por y para la gente. Una mujer que se sirve del folclore, de su obra plástica, de su investigación de campo, sólo motivada por la convicción de que es ella es sólo el vehículo expresivo de su pueblo, y a él va dedicado todo lo que tuvo entre manos, legando al pueblo chileno toda su obra plástica, sus cuadernos de campo y los recuerdos de sus viajes.

En la voz de Violeta cantaban muchas voces; en el rostro de Francisca Gavilán está ese insistente ojo en primer plano, que queda congelado cuando acaba el filme, después del tiro que arrebata su vida, como el gavilán que acomete y despluma a la gallina mientras Violeta canta arrebatada de desamor.

España

Aunque anduvo por media Europa, en España nunca recaló, por motivos obvios: ¿Una cantante comunista en escenarios de la dictadura? ¿Una desafecta al régimen, una subversiva en un teatro de la patria Una, Grande y Libre? Misión imposible. Evita Perón, enjoyada musa de los descamisados, sí que sería recibida y paseada en olor de multitudes. En cambio Violeta, Paloma ausente - como tituló una de sus canciones - no pudo llegarnos. Ausente también en la bibliografía, hasta que aparece en Visor Violeta del pueblo (Madrid, 1973), con una portada expresionista con cadenas en los brazos, obra de Alberto Corazón, entonces editor de la colección, antes que pasara a cargo de Chus Visor, que es como se conoce en el mundillo literario al salmantino Jesús García Sánchez, persistente mantenedor de ese sostenido vivero literario. Había en ese volumen una amplia selección de sus canciones amorosas, políticas, de aire popular y décimas bastante completa, prologada por Javier Martínez Reverte, descubriendo la poética múltiple de alguien a quien algunos privilegiados ya escuchábamos por discos traídos de Francia. O del propio Chile, como fue nuestro caso, de mano de un entrañable amigo, el admirado e indispensable poeta Juan Jiménez. A este hombre, que trabajaba en las Líneas Aéreas Iberia, le regalaban un pasaje doble cada año y elegía repetidamente como destino Chile o Argentina; y allá se iba con su mujer, la pintora María Castro. Él nos surtió de primicias como eran por estos lares los discos de Violeta, Ángel e Isabel Parra, Inti Illimani, Quilapayún, Víctor Jara, que gozábamos, cantábamos y tantas veces grabamos en casetes para quienes compartían el entusiasmo por la Unidad Popular presidida por Salvador Allende y que eran su correlato musical. Hasta que vino el pinochetazo y se desinfló el sueño de un Chile socializado, por obra y desgracia de aquel premio Nobel de la Paz (¡chiquito sarcasmo!) llamado McNamara, enviado por EEUU a negociar el golpe de estado y programar la sangrienta represión consiguiente. Pues el Imperio temía que se diera otra Cuba en el Cono Sur, la nacionalización de las minas de cobre, la industria del guano, etc. etc.

Ese mismo año la Editorial Pomaire publicó sus Décimas (Barcelona, 1976), ilustrándolas con cinco tapices a todo color y sus ingenuos dibujos, todo fuera dar a conocer de modo complementario esa faceta que va paralela a su producción musical. No obstante, ya conocíamos la edición bilingüe de sus cantos «a lo pueta», sus tonadas, esquinazos» y cuecas en aquel volumen titulado Poésie populaire des Andes (ed. François Maspero. París, 1965), que fue nuestro descubrimiento personal de la existencia de Violeta. Justo el año en que actuó en el Gran Anfiteatro de la Sorbona y grabó su primer disco para Chants du Monde, la valiosísima colección de música étnica que sacaba el Museo del Hombre, cuando todavía estaba en la plaza del Trocadero. Violeta ya había expuesto en el Louvre, regresando luego a Chile, donde abriría una peña folclórica en Santiago, conocida desde entonces como la Peña de los Parra; pues ya sus hijos mayores, Isabel y Ángel, se habían revelado continuadores genéticos del clan de su nombre. Parras que han dado un vino fresco, ácido a veces, pero siempre vivificante, gustado por quienes perseguimos lo auténtico, lo irrepetible.

Escenario

Al año siguiente asistimos - como de relance, en una visita al madrileño Parque de Atracciones - a un recital de Joan Manuel Serrat en el escenario de esa instalación recreativa. Allí se marcó el joven cantautor la primicia de ser el primer artista español y catalán que abría la lata, cantando Gracias a la vida, Volver a los 17 y la talentosa sátira con juego idiomático que es la Mazurquica modernica, en la vena de su hermano Nicanor. Lástima que no haya completado un repertorio de Violeta (¿por qué esa ausencia de feeling?) como hizo con los versos de Antonio Machado y Miguel Hernández. Porque creemos que hay una evidente conexión combativa, amorosa y satírica entre el noi de Poble Nou y la Viola Chilensis, que así la situó su hermano Nicanor en el catálogo de flores de rara especie. Tanto como va Serrat a Chile, tanto como canta allí sus canciones, y no ha terminado enamorándose de ella como para hacerle el correspondiente homenaje en un disco…

Querida Violeta Parra: tu extraña voz, nada convencional, eruptiva y convincente, tu conciencia solidaria con los oprimidos, tu sensibilidad de mujer de campo, tu sufriente corazón, tu arrebatado carácter peleador, tu poética agridulce siguen con nosotros. Así cantabas: «Yo canto a la chillaneja / si tengo que decir algo, / y no tomo la guitarra / por conseguir un aplauso/ yo canto la diferencia/ que hay de lo cierto a lo falso. / De lo contrario no canto». Sigue pues cantando, después de vivir un siglo, Violeta de los Andes. Sigue siéndonos imprescindible, tanto para que pisemos tierra como para volar a la etérea región de los ideales humanos, obstinados como estamos en que voces como la tuya nos ayudan a separar el trigo de la paja, a observar el cambiante mundo cada día con ojos nuevos, a promover la movilización de los pueblos por su libertad, procurando un modelo social, económico, educativo y cultural más digno, justo y razonable, una educación laica y gratuita. Por todo eso luchó Violeta Parra.