Curso de autoayuda para perversos y otros colectivos es el título del último de los espectáculos presentados por Factoría Echegaray para esta temporada. Un pseudo-psicoanalista nos hace la presentación de un método creado por él en el que alienta a llevar las situaciones que nos abruman a su experimentación límite, precisamente para no huir de ellas. Mejor desarrollarlas que contenerlas o reprimirlas, aunque los anhelos puedan resultar deplorables a ojos de otros. El curso, como tantos otros, tiene su presentación física ante los espectadores, pero realmente su soporte estará en internet, como tantos otros tutoriales, que tantos otros iluminados cuelgan en las redes. Como ejemplo nos invita a conocer tres casos.

Estas tres escenas se desarrollan independientes en su propia dramaturgia, pero interpretadas por los mismos actores que tienen que incorporar variados roles en su trabajo. Si bien la primera impresión parece decirnos que nos encontramos ante una comedia de las que se podrían clasificar como comercial, algo empieza a fallar al poco tiempo. No es que los actores estén mal, todo lo contrario, hay interpretaciones muy bien elaboradas. Personajes que te pueden llegar por su gracia, o su ocurrente creación. Sin duda destacan el vampiro de Andrés Suárez y el capillita de Antonio Chamizo, ambos en el tercer cuadro. Y es que esta tercera escena es la que resulta más cercana al espectador, tal vez porque es obvio que en su esencia es la más ligera y la que más se acerca al enfoque elegido por la dirección.

Entonces, ¿qué falla? Hay un desencaje entre ese estilo que sí resulta más o menos efectivo para la tercera parte y lo que se desprende de los diálogos en la dramaturgia. Se desprende ironía y doble intención que no están. ¿Comodidad o falta de comprensión? Podría ser. Lo cierto es que se pasan por encima y se trivializan muchas de las propuestas que subyacen en el texto, en lo que dicen y dejan de decir los propios personajes. ¿En favor de una mayor comicidad? Podría ser. Pero no llega a cuajar. Si esa doble intención desaparece, entonces se convierte en afirmaciones. Y ahí se queda todo, ciertamente incomprensible.

Algo que se evidencia especialmente en un final que parece buscar un remate cómico, pero que una vez más no encaja, porque no hay algo que haya logrado que empaticemos u odiemos a los personajes a través de sus sentimientos, de sus dudas, de sus anhelos. Elementos imprescindibles para que los queramos y nos riamos con ellos o incluso de ellos.