La Junta de Andalucía, a través del Centro Andaluz de las Letras (CAL), y la editorial Seix Barral, rinden este jueves un homenaje al escritor malagueño Ángel Vázquez con la reedición del libro La vida perra de Juanita Narboni. La editora de Seix Barral, Teresa Bailach, el periodista Jesús Nieto y el director del CAL, Juan José Téllez, dialogarán sobre esta obra de culto de Ángel Vázquez, un escritor con leyenda de autor maldito que inventó un personaje único: Juanita Narboni. La mesa redonda tendrá lugar hoy, a partir de las 19.30 horas, en el Centro Andaluz de las Letras.

Para muchos, Vázquez fue el último verdaderamente maldito de las letras españolas, el autor del, quizás, mejor soliloquio de papel en nuestro idioma -La vida perra de Juanita Narboni- y ganador del entonces (1962) todavía prestigioso Premio Planeta con Se enciende y se apaga una luz. Para otros tantos, un habitante de barras de bares adicto al whisky y al tintorro y, para algunos menos, aquel funcionario del censo de Jubrique que terminó sus días en una pensión de Madrid sin dinero ni, sobre todo, ganas de seguir prorrogando su enemistad con la vida. Murió a los 51 años. Pero el fin de su vida lo escribió décadas antes, en el cuento Las viejas películas traen mala pata: «Me miré en el espejo y me sentí desamparado. Aquella habitación era tan pequeña y aquellas manchas de humedad tan grandes».

Ángel Vázquez, de padres malagueños, creció en el Tánger de oropel y culturalismo, ese lugar-escenario bizarro poblado por diletantes, huidos y escritores en busca de sus límites -Truman Capote, Allen Ginsberg, Joe Orton, Jean Genet: todos recalaron allí; también Paul y Jane Bowles: ella llegó a ser una de sus grandes amigas-, pero también hosco y cruel. Vázquez, con Emilio Sanz Soto como gran cicerone, pudo habitar en el Tánger exquisitamente decadente pero el que hizo suyo fue el de tentaciones y tormentos.

Cuando Marruecos recuperó su independencia, en 1959, se instaló en Jubrique, el pueblo de sus padres. Poco se sabe más que el que trabajó en el censo del ayuntamiento de la localidad. Finalmente recaló en Madrid donde vivió una existencia mísera, entre pensiones de mala muerte y tabernas de peor. Cuentan que José Manuel Lara, factótum de Planeta, se hizo cargo de los gastos de su entierro.