El príncipe de Maquiavelo, con dirección y dramaturgia de Juan Carlos Rubio se presentó en el Teatro Cervantes. Nicolás Maquiavelo, en prisión, escribió un tratado como regalo a su carcelero, en el que propone lo que para él es la realidad que debe regir a un gobernante. Contra la moral y con el único afán de conservar el poder. Fuera idealismos y utopías que empobrecen la perspectiva de la realidad: el buen gobernante, el príncipe, tiene que tomar las decisiones que considere necesarias aun cuando estas sean contrarias a la mayoría, siempre que su fin sea mantener el gobierno.

En esta versión, actualizada en lo que respecta a la visión estética, se mantiene el fondo del asunto, aunque se trata de dramatizar lo que es en sí un tratado. Hay que incluir acciones para que no resulte únicamente un discurso. Sin embargo, estas acciones, que son las que podrían dar ritmo al espectáculo, parecen no tener mucha entidad. Sí, el personaje se mueve por su oficina y prepara un café, se interrumpe cuando algún acontecimiento externo le molesta en su concentración. Está redactando el texto, el borrador, de su regalo, en lo que al principio pensamos que es su despacho. Pero las acciones sólo resultan una excusa para aligerar un monólogo que si no podría resultar tremendamente aburrido a menos que uno tenga una enorme capacidad de abstracción. Realmente, la intriga, el qué pasará a continuación, tardan mucho en aparecer, prácticamente hasta el final, cuando una nueva circunstancia da un giro en la dramaturgia.

Lo que nos queda, aparte del interés por oír los razonamientos de Maquiavelo y tratar de buscarle conexión con los representantes políticos actuales y su comportamiento ético, es la interpretación del actor. Ahí, sí. Fernando Cayo es un actor magnífico que se mueve por el escenario con una experiencia impresionante. Cualquier parte del espacio escénico está plenamente justificado en su deambular. Además, nos muestra un catálogo de destrezas interpretativas que son un disfrute. Realmente es él, su intervención, la que logra, que el espectáculo tome interés. Los distintos matices, la precisión del contenido, vienen sugeridos por su enfoque como expositor de ideas complicadas que se tornan comprensibles con su mediación.

Es un astuto profesional que logra engañarnos con su veracidad cual maquiavélico príncipe de los escenarios. La visión crítica y comparativa con los príncipes de hoy, ya es cosa de cada cual, aunque cada cual termine por justificar lo que más le interese.