En 1889 París era la ciudad bulliciosa de la Belle Époque en la que los artistas habían encontrado un ámbito de creatividad que vinculaba el tradicionalismo, en el que casi todos habían sido educados, con la modernidad que había comenzado a imponerse desde los márgenes de la bohemia. A aquel París alegre y confiado, capital mundial del arte moderno, llegó ese año un pintor español que buscaba en aquella ciudad y en aquel ambiente el reconocimiento internacional a una obra que en su país no había conseguido traspasar las barreras de una sociedad instalada en el convencionalismo. Ignacio Zuloaga (Eibar, 1870-Madrid, 1945) se encontró en París con la vanguardia de una pintura que registraba entre sus protagonistas a artistas españoles con los que compartía afinidades: Santiago Rusiñol, Isidro Nonell, Anglada-Camarasa, Joaquín Sunyer y un joven Picasso que le habían precedido en instalarse en aquella ciudad cuya religión más profesada era la del Arte, con mayúsculas. En la capital de Francia viviría Zuloaga intermitentemente durante más de 25 años (se casó con una francesa hija de un banquero), hasta que decidió regresar e instalarse definitivamente en España.

Su personalidad abierta y su disposición a aprender y a contribuir a los grandes proyectos de artistas consagrados le hizo ganarse la amistad de algunos de ellos como Toulouse-Lautrec, Paul Gauguin, el poeta Rainer María Rilke y el escultor Auguste Rodin. Acompañó a estos últimos en su viaje por España.

En Andalucía encontró Zuloaga algunos de los temas que iban a protagonizar su obra pictórica. El exotismo que los escritores románticos situaron en este ámbito tan distinto a la Europa en la que habían proyectado sus obras fue también un claro aliciente para la renovación temática de la pintura de un Zuloaga en busca de nuevas sensaciones y de nuevos temas. En Sevilla se encuentra con Émile Bernard, con quien comparte su admiración por El Greco, Zurbarán, Goya y Tiziano. En esta ciudad andaluza y en Alcalá de Guadaira el pintor descubrió una realidad distinta a la que hasta entonces conocía, a la que aplicó una visión inédita y polémica. Había sido esta visión la causa de que su obra Víspera de la corrida fuera rechazada por el gobierno español para la Exposición Universal de París de 1900, aquella en la que la pintura de Sorolla monopolizara el protagonismo español.

La exposición que estos días se puede ver en la Fundación Mapfre de Madrid recoge algunas de las obras fundamentales de Zuloaga junto a otras de aquellos coetáneos que guardan relación con su trayectoria. La exposición se inicia con pinturas de los primeros años de Zuloaga para continuar con los principales cuadros de su estancia en París, que presentara de 1892 a 1894 en exposiciones como Pinturas Expresionistas y Simbolistas y Retratos del siglo próximo. Enfrentadas a estas obras encontramos las de autores que confluyen con las del artista español, como el autorretrato de Gauguin y varios cuadros de Maurice Denis.

En las salas dedicadas a Emile Bernard y Auguste Rodin hay expuestas obras de ambos artistas, con los que Zuloaga compartió exposiciones conjuntas. Bernard dedicó a Zuloaga Danse de gitanes y Rodin le regalo L´Avarice et la Luxure y un busto de Mahler que el pintor español conservó hasta su muerte y que ahora están también aquí. Zuloaga por su parte obsequió al escultor con El alcalde de Torquemada.

Si hay un género en el que Zuloaga brilló con luz propia es el del retrato. El ascenso de la burguesía como clase social dominante hizo que se encargaran retratos a los grandes pintores de la época, que obtenían importantes recursos económicos gracias a estos trabajos. En esta exposición destaca el Retrato de la Condesa Mathieu de Noailles, un óleo de grandes dimensiones que causó sensación en el París de aquellos años.

Una faceta poco conocida del artista es la de coleccionista, que comenzó desde muy joven. A los veinte años adquirió una pintura atribuida a El Greco, y desde entonces compró para su colección obras de Velázquez, Goya y Zurbarán entre otros artistas. Muchas de estas obras, como La anunciación y San Francisco, de El Greco y dos de los tres Desastres de Goya, se pueden ver ahora en esta exposición.

Tras su regreso definitivo a España la pintura de Zuloaga se interpreta como una vuelta a las raíces desde el cosmopolitismo parisino en busca de un mundo alejado de la contaminación industrial. Es esta última fase de su pintura la que ha creado en torno al artista la imagen que lo relaciona con la España negra, una imagen fomentada por los escritores de la Generación del 98, entre cuyos artistas alguna crítica sitúa la obra de Zuloaga. Es la España de la tragedia, la de lo incomprensible, la de los personajes que habitaban un universo versátil poblado de gitanas, enanos, alcahuetas, bailaoras, mendigos, toreros y Celestinas (su Celestina de 1906 se enfrenta aquí a la de Picasso de 1904, una ocasión única para contemplar esta joya del Museo Picasso de París).

Preparativos para la corrida, Mujeres en Sepúlveda, El enano Gregorio el botero representan fielmente esta etapa del pintor. De esta época es el Retrato de Maurice Barrés, en el que, rindiendo homenaje a El Greco en las formas y la estética, conjuga el espíritu de la tradición con el de una modernidad que ya se venía imponiendo de forma imparable.