Se cumple mañana un año de la inauguración, oficial, la de las chaquetas y las corbatas, de la Aduana como Museo de Málaga. Doce meses después, la sensación es agridulce. No tanto por el balance de visitas (algo más de 200.000), que ya hablaremos sobre eso unas líneas más adelante, sino por sus carencias más que constatables: de momento, no es más que un gran, esplendoroso contenedor de obras consumibles pero eso, en los tiempos en los que vivimos, es más antiguo que las piezas fenicias que se exponen. Hay un algo de tristeza y de mausoleo cuando uno atraviesa las puertas de estas magníficas instalaciones; una sensación de ausencia de vida, de cultura al vacío en la que es muy fácil caer en esto de los museos patrimoniales, históricos. Y pienso en las palabras proféticas de Rogelio López Cuenca: «Habrá que ver si el viejo museo decimonónico ha dejado de ser el templo aquel de las telarañas sólo para convertirse en un trofeo político de las élites y una atracción más del parque temático, o si hay esperanza de que pueda ser otra cosa, y recuperar aquella función educativa, es decir, liberadora, que fue capaz de tener en sus orígenes».

Al referirnos al Museo de Málaga no debemos caer en la crítica estándar, según los parámetros aplicables a otros centros artísticos: porque aquí el contador de visitas quizás revele más de los ciudadanos que de la Aduana. Pongamos las cosas en su contexto: en este reciente desembarco de pinacotecas más o menos extranjeras (incluyan ahí o no a Pablo Ruiz Picasso por su cuenta y riesgo), faltaba un centro con nuestros fondos, con nuestro acervo, con nuestro propio stock. De ahí que, astutamente, la Junta, ya en el lejano mandato cultural de Carmen Calvo, se decidiera por bautizar la ambiciosa empresa cultural de La Aduana como Museo de Málaga, no Bellas Artes y Arqueológico. De Málaga. O sea, de la ciudad. Es un museo en que la ciudad se enseña a sí misma a los demás y, muy especialmente, a los suyos, a sus propios habitantes. Y aquí es cuando empiezan a surgir las preguntas realmente estimulantes, las que van al tuétano del asunto: ¿Se han interesado de verdad los malagueños por conocer su museo, su colección de arte y arqueología? ¿Los artistas y gestores culturales que se parapetaron tras la pancarta de «La Aduana para Málaga» representan a sus vecinos o, más bien, son habitantes de una isla? ¿El ciudadano malagueño medio está interiorizando esta cultura de la cultura en la que llevamos inmersos unos cuantos años? ¿Necesita todavía de grandes nombres y acontecimientos para acercarse? Respondámoslas todos desde nuestra parcela de responsabilidad porque, sí, todos en esto la tenemos.

Luego están las preguntas que, a mi entender, resultan un tanto banales; como, por ejemplo, ¿200.000 visitas en un año son muchas o pocas para un museo gratuito, situado en pleno meollo turístico-cultural malagueño? Sinceramente, me da igual: el Museo de Málaga no nació como un polo de atractivo turístico o un revientataquillas del parque artístico malagueño; aquí se trataba de otra cosa, de la autorreivindicación de la ciudad, de sus fondos, de sus artistas y de su historia, como decíamos antes, y también de reparar lo que para muchos fue un cierto atropello (recordemos que el Museo de Málaga tuvo que dejar su ubicación en el Palacio de Buenavista cuando el edificio renacentista fue elegido por Christine Ruiz Picasso para albergar el Museo Picasso Málaga, y que desde entonces sus joyas pasaron años y años en cajas, entre el desprecio y el olvido). O sea, que el Museo de Málaga debió, debe y deberá existir, independientemente de que vengan 200.000, 500.000 o 20 millones de personas a ver sus tesoros. Porque son más nuestros que los benditos 20 chagalles o kandinskys que se puedan ver ahora en nuestra ciudad; ésos, más tarde o más temprano, se los llevarán de aquí sus propietarios, legítimamente. Pero las obras que se exponen en la Aduana son, en realidad, espejos que nos reflejan a nosotros mismos, cómo éramos, somos y seremos como individuos pero, sobre todo, cómo sociedad. De ahí que tecleara antes que un balance de este museo revela más de nosotros que del propio centro. Y en esos términos, la verdad, ando un poco decepcionado con la recepción de los ciudadanos a esos 15.000 metros cuadrados que son suyos. Aunque, quizás, quién sabe, la épica y el simbolismo de la lucha por conseguir la Aduana para Málaga multiplicara nuestras expectativas a una estratosfera inalcanzable; tal vez esa lírica del combate cultural haya terminado ahogando un tanto la cosa: si todo el objetivo era conseguir un museo para Málaga y ya se tiene...

Pero, claro, también hay que exigir a los responsables de la gestión del Museo de Málaga, de su día a día y de su futuro a medio y largo plazo. Entra uno, por ejemplo, en la web de la Aduana (que no es tal, sólo una página dentro de las que la Junta de Andalucía dedica a los museos de toda la comunidad; o sea, todas iguales), se le caen los palos del sombrajo y pronto se da cuenta de que dice bastante sobre lo (mucho) que le falta a este joven museo que, ay, ha nacido un poco avejentado: es gris, aburrida, no tiene contenido apenas... Es, digamos, burocrática, áspera, antiamena, sin mimo ni cariño. Echa para atrás. Ya no basta con colgar cuadros y piezas arqueológicas a la espera de que vengan la gente y los niños de los colegios; hay que crear actividades de todo tipo para la difusión de los fondos, invocar al tejido cultural malagueño, buscar el desarrollo de otro tipo de relación, más cercana, casi íntima, con la ciudadanía... Y aún nada de eso hay en este repositorio de piezas.

¿Qué hacer entonces? Confiar y ser constructivos. Y pensar juntos, entre todos, ya que éste es, y no otro, nuestro museo, nuestro orgullo pero también nuestra responsabilidad.