Tras un encuentro con un emisario musulmán con el que se mantiene un diálogo más bien bochornoso, Knightfall tira la espada por la ventana con una secuencia de batalla que pretende ser espectacular pero termina rozando el ridículo. Y es que el hábito de recurrir a los efectos digitales para este tipo de fuegos artificiales se ha convertido en una peste: miles de combatientes multicopiados mediante software, recreaciones de ciudades y castillos que huelen a teclado y parecen sacadas de algún videojuego€ Y, por supuesto, estéticamente se apela a la inevitable cámara lenta, a la flecha que surca el aire a superralentí como si fuera a clavarse en el espectador, mucho plano corto y alguna virguería absurda como colocar la cámara dentro del casco de los guerrero. Imagino que el autor de la idea se siente muy orgulloso del desaguisado. Si a eso añadimos un bombardeo de fuego que destruye barcos como si los hubiera alcanzado un misil y el típico avance del héroe derribando monigotes enemigos como si fueran espantapájaros la esperanza de que la serie proponga acción creíble se esfuma a toda velocidad.

A partir de ahí, el guión empieza a acumular tópicos a chorro, diálogos de párvulo, conflictos banales envueltos en frases pomposas, coitos contra la pared, campesinas que parecen salidas de la Quinta Avenida y brotes de violencia al uso con espadas que atraviesan una cabeza en primer plano. Con un vestuario y unos decorados de lo más pulcro (como recién estrenado todo) y un reparto irregular con mucho ceño fruncido, Knightfall tiene alergia al rigor histórico, dibuja un rey de Francia de risa con un conspirador de segunda fila y una reina que le pone los consabidos cuernos con el guerrero macizo.

Eso ocurrió en el primer episodio. ¿Mejoró algo en su segunda entrega? Respuesta: no. Qué va. Las tramas palaciegas son aún más penosas (con la irrupción papal incluida y una delirante confesión entre vidrieras sobre deseos femeninos que prefiere no escuchar), las escenas de acción son repetitivas incluso en sus excesos sangrientos (que incluyen un crucifijo a modo de arma brutal) y continúan las andanadas de diálogos encorsetados. Pero hay que reconocerle, al menos, un toque cómico inesperado y seguramente no buscado por sus creadores: una reescritura de la Historia que habrá hecho las delicias de los independentistas catalanes con su apelación a un Reino (sic) de Cataluña para meter con calzador una boda de Estado en la que franceses y catalanes juegan de igual a igual. Que semejante despropósito lleve el marchamo de History Channel parece una broma pesada digna de Gabriel Rufián o un chiste pringoso de Toni Albà.