Cae la lluvia y empapa el suelo que se despierta y crece. Llueve desde las entrañas del cielo y una alegría infantil inunda los espíritus mientras se van llenando los pantanos y sus primos embalses. Un blando, un sordo murmullo, a veces una descarga o un estruendo, llega desde las lejanas noches de los remotos tiempos y entonces ya no son necesarias las inocentes pastillas coloreadas para atrapar el sueño y refugiarnos en el dormir. Llueve, llueve, llueve. Llueve a cántaros o con mansedumbre, arrecian su furia las nubes o acarician con delicadeza el duro paisaje urbano: las farolas nos parecen fantasmales regaderas y desde los tejados se precipitan al vacío unos asomos de cataratas que todos pretenden evitar. Llueve. Los pintores, los poetas y legiones de músicos han caído rendidos y embelesados ante el embrujo de esa lluvia que nos parece a la vez la cosa más sencilla y misteriosa de los muchos fenómenos que nos ofrece la fataltratada naturaleza. Ahora que somos modernos la lluvia nos la avisan en historiados programas de televisión que nos destripan el decurso, evolución, extinción y muerte de la borrasca y nos describen las raras y tensas relaciones que mantiene con su enemigo rival, el anticiclón.

Sentados en el sillón contemplamos el campo labrado de patatas, alcachofas y cilantro. Llueve a ratos y a ratos sale un tímido sol que seca los charcos y deja que las cuadrillas de peones recojan los frutos antes de que descargue de nuevo. La campiña veleña es grande y variada. Mucho aguacate y mango, algunos olivos, unos olvidados almendros. Arranca en el horizonte granadino de Zafarraya y viene a morir en las playas nudistas y libertarias de Almayate. También aprovechan la tregua bandadas de pajarillos para volar, errar en el aire, secar las plumas, acicalarse con primor y rebuscar entre los terrones de tierra un gusanillo cualquiera o picotear una brizna crujiente de hierba. Con la lluvia llegan los primeros alientos del frío. Se abre así la veda y los que más tienen encienden sin disimulo la estufa y le prenden fuego a los leños de la chimenea que arden y flamean. Los otros, los que andamos obsesionados con el recibo de la luz y las facturas al asomar el mes, echamos más prendas a los cuerpos, o sea, que también los prendemos, rellenamos las camas con tórridos edredones nórdicos y tuneamos el sofá con cojines y mantas coloristas de cuando trotábamos alegres por los anchos mundos ajenos.

Llueve, se asienta una estación. Los días se acortan. Las castañas se asan. Merendamos boniatos asados o batatas en almíbar. Cogemos sin esfuerzo y con descaro un kilo o dos. Que sean tres. Pensamos unos segundos en la muerte, en la nuestra o mucho mejor en la de otro. Da lo mismo. Preparamos un té con esencia de naranja y un deje leve a clavo, canela y limón. Calentamos las manos mientras se enfría la taza: esas cosas misteriosas que rondan a la termodinámica y que nos quisieron explicar una tarde parda y fría en la somnolienta clase de Física a unos colegiales vencidos. Llueve y alcanzamos un libro, repasamos una revista, hojeamos por encima un álbum de fotografías.

Pensamos, soñamos, suspiramos. Refugiados en el sillón pasan las horas. Nos viene a la cabeza Confucio y Lao Tsé, lo que tuvo que ser el diluvio bíblico universal y las teorías que defienden que, a causa de lo que entendemos por mal tiempo, ciertas culturas o determinados pueblos pudieron despuntar en un momento concreto de la Historia y legarnos los grandes avances de la ciencia y la tecnología. Eso lo hemos leído en libros de casi mil páginas y la verdad es que tampoco nos ha servido para nada o mucho.

Avanza la tarde, retrocede la luz, se anuncia la noche. A la lluvia ya no se la ve, se la supone y escucha como a un lamento o una plegaria que se estrella y lame los cristales, alagrimándolos. Suenan de fondo las más tristes piezas de Satie. Entramos en un estado de profundo letargo y abandono. De pronto, nos levantamos del sillón huyendo de algo y colocamos sin venir a cuento unos libros en la estantería. En la literatura ha llovido mucho. Diluviaba en el Macondo mítico y el orvallo rociaba la ciudad de Vetusta; también caían chuzos de punta en las ficciones gallegas de Valle-Inclán y Torrente Ballester. Llueve y truena en el universo de Tolkien, donde los enanos y los hobbits acaban empapados, y en los mundos de Dickens todo huele y sabe a musgo y humedad. La memoria de Borges le reservaba un sitio de honor a la lluvia que siempre cae en el pasado y que a su vez se encarga de echar a perder la escena del crimen en las reconfortantes novelas policíacas. Llueve, llueve, llueve. Monotonía de nuestra vida reflejada en los cristales.