Transcurridos ya 27 años y unos meses de su desaparición, la actriz sueca Greta Garbo, protagonista de filmes memorables, como El demonio y la carne (Flesh and the Devil, 1927), La dama misteriosa (The Mysterious Lady, 1928), Anna Christie (1930), Gran Hotel (Grand Hôtel, 1932), Orquídeas salvajes (Wild Orchids, 1929), Susan Lennox (Susan Lennox: Her Fall and Rise, 1931) o Ninotchka (1939), sigue, a más de cinco lustros de su deceso, personificando el arquetipo de la femme fatal indomable, altiva y obstinada por antonomasia que tanto alimentó la mitología hollywoodiense desde los remotos tiempos del cine mudo, cuando todo parecía una continua epifanía. La curiosidad por el nuevo invento se tornó rápidamente en un exultante ritual litúrgico gobernado por el poder omnímodo de las grandes estrellas. Auténticas diosas del sexo que, como la Garbo, ejercían como tales sobre una sociedad virtualmente traumatizada tras una devastadora guerra que asoló al mundo durante cuatro largos años.

Junto a Charles Chaplin, otra de las grandes figuras europeas que enriqueció con su talento al todavía balbuciente cine norteamericano, Greta Lovisa Gustafsson (Estocolmo, 1905-Nueva York, 1990) se convertiría, desde su llegada a Estados Unidos en 1926, en una de las principales señas de identidad del viejo Hollywood aunque, a diferencia de su genial colega británico, su vida estuvo siempre envuelta por un continuo clima de misterio, como si pretendiera prolongar en el ámbito privado la imagen de frialdad y displicencia que mostraba habitualmente en la pantalla, abonando así el terreno para la especulación entre quienes, por puro prejuicio, no aceptan la legítima decisión de cualquier estrella de preservar celosamente, como y cuando quiera, su propia intimidad de la insaciable avidez de sus millones de fans.

Meca del cine

Prácticamente desde su desembarco en la meca del cine, el nombre de la Garbo, aupado por su compatriota y maestro Mauritz Stiller, ha sido sinónimo de misterio, belleza, enigma, deseo y seducción. Las películas que interpretó durante sus escasos diecinueve años de carrera profesional, algunas dotadas todavía de un enorme magnetismo, se convirtieron en el vehículo idóneo para despertar en el gran público el ansia por un ideal de mujer tan deseado como inalcanzable. Su vida personal, marcada por la soledad, la autodisciplina y la moderación, fue también objeto de continuas murmuraciones entre los sectores más conservadores de Hollywood, que no se explicaban cómo una diva de su talla, adorada por los productores, venerada por millones de admiradores e idolatrada hasta el delirio por los mitómanos de medio mundo, renunciaba voluntariamente a las mieles del triunfo para llevar, hasta su último aliento, una existencia profundamente austera, lejos del esponjoso mundo que la rodeó durante más de dos décadas de reinado.

Pero más que desvanecerse, el suyo ha sido un mito que se ha ido retroalimentando con el paso del tiempo, a pesar de abandonar su carrera cuando se hallaba en la mismísima cima del éxito pues sus filmes, incluyendo los menos afortunados, han pasado a integrar el imaginario colectivo de varias generaciones de espectadores, cumpliendo así con su misión como arquetipo fundacional de lo que, en palabras de Federico Fellini, se transformaría muy pronto «en una nueva orden religiosa llamada cine» y como mujer capaz de doblegar sentimientos y de desatar las pasiones más abrasivas. De ahí que, refirmando su conocida fama de altiva y displicente, rechazara incesantemente las propuestas amorosas de muchas de las más ilustres personalidades de su tiempo celosa de su independencia y de la privacidad por la que tanto combatió durante toda su huidiza y enigmática vida.

Dotada de un prodigioso sentido de la distinción, fría y distante como un cisne, la Divina iluminó, como ninguna otra estrella de Hollywood, las pantallas del mundo entero aportando la sabiduría y prestancia de una mujer cuyo innato talento la convirtió en la gran dama indiscutible del cine de su época. Hoy, cuando la mayoría de las divas de la pantalla son sometidas a complejos y sofisticados métodos de interiorización dramática, la legendaria naturalidad de la Garbo cobra, si cabe, aún más grandeza. La suya era una técnica que nacía de la pura intuición y de un convencimiento absoluto de sus grandes recursos expresivos ante las cámaras. Su escuela murió con ella. Pero no el recuerdo imborrable de sus treinta películas en las que, con mayor o menor fortuna y brillantez, demostró una versatilidad y un aplomo difícilmente homologables con los de cualquier otra gran figura de la historia del cine.

Protagonista

De la frágil y apasionada protagonista de Margarita Gautier (Camille, 1936) a la atormentada heroína de Ana Karenina (Anna Karenina, 1935), pasando por la audaz y perseverante Cristina de La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933) o la enigmática espía de Mata Hari (Mata Hari, 1932), Greta Garbo transitó por los senderos de la perversión, del sufrimiento, del amor, de la humillación, de la muerte, del resentimiento, del rencor..., representado con convicción y hondura emocional a los personajes más dispares en filmes que fueron trazando paulatinamente el singular perfil de este gran icono femenino. Superar la sensibilidad dramática que irradiaba su imagen en la pantalla sería como tocar el cielo, parafraseando el famoso bolero. Nadie, por muy sobresaliente que sea su currículo profesional, ha podido alcanzar su autoridad y prestancia ante las cámaras, ni volar nunca tan alto. Y no sólo porque se trate, en definitiva, de alguien que reúne todos los valores de una actriz sobradamente solvente sino, simplemente, porque su genio estaba investido por un halo intransferible de fascinación personal, de duende, que trascendía al mero fenómeno de la representación. Ahí precisamente residía el tan traído «misterio» de la gran estrella sueca: en sus dotes insuperables para trascender a sus personajes y en su capacidad para mostrar, mediante un control absoluto de sus propios recursos dramáticos, retratos de mujer que han quedado fijados a fuego en nuestras retinas.