Los echo de menos. No solo por las películas que vi en ellos; también, y sobre todo, por la fantástica ubicación que tenían: salías del cine y ya estabas en el centro, ensimismado aún por lo que acababas de ver, haciendo del recorrido hasta el bar para tomar algo y comentar la película una suerte de procesión ceremoniosa, en silencio cómplice con quien pasaba de la pantalla a la realidad.

El primero en abrir, en 1913, fue el Victoria. Al principio se llamaba Victoria Eugenia; unos años más tarde, en 1929, cambió su denominación por Victoria, para no contrariar a la República que se avecinaba. Cerró en mayo de 1968 y se aprovechó su solar para instalar atracciones de feria, como coches de choque y tómbolas. Once años después se conoció una segunda versión del Victoria -como si de un remake se tratara- y en su misma ubicación, el día 22 de diciembre de 1979 tuvo lugar la reapertura con la película musical Hair. Más adelante -y entonces fue cuando yo más lo disfruté- fue la sede de la Cinemateca Universitaria y en él se podían ver películas en versión original subtitulada, seleccionadas con un gusto tan valiente como exquisito. Para los amantes del cine indie era un lujazo insólito -y me temo que irrecuperable- ver una producción danesa o camboyana en ese pedazo de pantalla. Allí descubrí cinematografías más allá de Hollywood, argumentos inauditos, propuestas arriesgadas; y aunque a veces se tragaba uno un tostón intelectualoide, eran más las que salías reconfortado por haber pasado un rato estupendo. Recuerdo con especial agrado la proyección de El sol del membrillo, de Víctor Erice, una las cintas más singulares del cine español.

En tamaño de pantalla y de butacas lo superó el cine Astoria. Fue inaugurado en 1966 con My fair lady y entrar en él era sumergirse en un océano de butacas -tenía mil doscientas- y contemplar la proyección en una pantalla de 15 metros de largo por 4,5 metros de alto. Cuenta María Pepa Lara en su estupendo libro Historia del cine en Málaga que los hermanos Moreno, dueños del cine, tiraron la casa por la ventana y dispusieron una exquisita decoración y aire acondicionado. A lo largo de su dilatada andadura, era normal ver largas colas para entrar, ya que era la sala que solía quedarse con los taquillazos de la época: no sé si fue la que más duró en cartelera, pero conservo en la memoria el cartelón troquelado de Supermán, que parecía que iba a echar a volar al castillo de Gibralfaro. Y es que en aquella época se encargaban pinturas murales para las películas más señeras, que hacían de su fachada principal una sala de arte efímera, donde el inmenso cartel duraba lo que el público demandara la película: no creo que haya existido un museo al aire libre tan democrático. De hecho, las letras luminosas que titulaban el cine Astoria tuvieron un destino curioso, ya que sirvieron para una instalación de arte contemporáneo en el CAC Málaga.

Los gustos mudaron y llegaron primero la televisión en color, luego el videoclub y más tarde los multicines -el América, en la Explanada de la Estación, bien merece artículo aparte-, y para finalizar, internet. Los antaño gloriosos acorazados del celuloide languidecieron sin más motivo que el cambio de hábitos de consumo y llegó un punto en que las salas exhalaban humedad, diríase que lágrimas nostálgicas por el tiempo que nunca volvería: los cines están sin remedio asociados a los centros comerciales, son parte del reclamo de estos, y por otro lado se considera una inversión irrazonable un local enorme en el centro, que bien se puede arrendar a una multinacional de ropa con menos problemas y muchos más beneficios. No es ni bueno ni malo, es lo que elegimos cuando vamos a comprar o vemos una película por internet; cada decisión que tomamos cuenta y contribuye a cambiar el mapa de la ciudad.

Y pese a todo, en el éter de la red los espíritus del Victoria y el Astoria permanecen: está la web de la asociación Astoria21, un espacio para las personas amantes del cine y de los cines, con artículos, reseñas y reportajes deliciosos. No dejes de visitarla.