Ha muerto un poeta y la noticia es que ha sido noticia en las portadas de los periódicos, en el arranque de los telediarios y en los boletines radiofónicos. En algún lugar de la difusa Chile ha dado por concluida su vida el poeta Nicanor Parra a los 103 años, el mismo que cantara eso de «ayer de tumbo en tumbo/hoy de tumba en tumba». Parra era algo así como el poeta de lo muy cotidiano que reivindicó el lenguaje sencillo de la compleja gente para que todos nos acercáramos a la poesía sin miedo y con ganas, sin complejos por no entender lo que allí ponía y llenos de una esperanza por encontrar en los versos aliento y fuerza para vivir y sonreír.

Hace unos años se editó en Círculo de Lectores la obra completa en lo que tuvo que ser una tirada muy corta y acobardada porque enseguida se agotaron los ejemplares y ahora la cifra que se pide por ellos en los soportales de la red iguala e incluso supera el salario mínimo interprofesional que se maneja a día de hoy por las tierras de España. Es la suya una obra difusa, repartida por un sinfín de rincones, más editada en América que en España, aunque aquí nos podemos hacer con varias antologías que recogen de manera muy precisa la evolución de su obra y pensamiento, como en El último apaga la luz (Obra Selecta), publicado por Lumen hace apenas un par de meses.

Páginas

Pero en el fondo la forma da lo mismo y es a lo mejor el ansia de posesión lo que nos lleva a querer quererlo todo de alguien y es un defecto grueso del capitalismo que ya Erich Fromm nos recordó en su obra Ser y Tener. La obra de Parra, el parrianismo, ocupará varios miles de páginas pero, al igual que una suerte de secta o una poderosa religión, se reduce al final a un conjunto mágico de leyes y la suma y condensación de éstas a una sola que ha de cumplirse y acatarse y adorarse. Así que es en la obra publicada en 1954 Poemas y Antipoemas donde se concentra la esencia de la poética, la estética y la ética que dio luego aliento a toda su carrera literaria.

Con este delgado libro inauguró un movimiento gamberro y tierno, lleno de desparpajo y vacío de falsos complejos, que llamó antipoesía y que trató a su vez de explicar en varios poemas. Se trata de un libro que no llega a las ochenta páginas. Es la sabia estela de los mínimos autores, como la de Rulfo o la de San Juan de la Cruz. Le puso un título pueril y obvio, donde da entrada al tono burlesco pero en el que también ocupan un papel central la nostalgia y la reflexión sobre el paso del tiempo. Cuando más serio se nos pone, recordando su infancia, rememorando el día en que su padre lo llevó a conocer el mar, nos sorprende con una humorada de chiste blanco, bien puede ser un encuentro callejero con un ángel peleón o una parodia de autorretrato que tuvo que conmover a un país que vivía al amparo del imperio Neruda y el reinado de Gabriela Mistral.

A la suerte de ser un libro de rápida e hipnótica lectura le vino encima muy bien que avanzado los ochenta lo publicara Cátedra en el número 287 de su colección de Letras Hispánicas. De repente la muchachada universitaria española y progre, que tarareaba en las marquesinas las canciones de Silvio, garabateaba en los muros consignas pro-Fidel y compraba/robaba los libros de Benedetti, tuvo un muy fácil acceso a una poesía que le explicaba tantas cosas en tan pocas páginas. Y lo que explica ese libro casi mejor que cualquier otro es algo así como qué es lo que ocurre en líneas muy generales con el rumbo que tomará buena parte de la poesía tras la guerra mundial de las bombas atómicas y la llegada brutal del capitalismo a nuestras vidas.

Ingenio

A Parra le gustaba el chiste y la broma, la ocurrencia y el ingenio, el collage y el montaje. Con él entroncamos con nuestros Joan Brossa o Paco Pino, la poesía visual y rizando el rizo con la obra fotolírica de Chema Madoz y Daniel Gil. Nos conecta con la obra de Carlos Edmundo de Ory, Ángel González, Gloria Fuertes y a la poesía de la experiencia de los García Montero, Javier Egea y demás tropa postnovísima. Por último, permitió que nos acercáramos a los poetas Ernesto Cardenal o Enrique Lihn y a artistas como Jodorowsky o Galeano. Roberto Bolaño lo consideró siempre su padre espiritual.

Todos los años y ya van quince le plantamos a nuestros alumnos de la ESO el poema Defensa del árbol, ese que empieza con una pregunta inolvidable: «¿Por qué te entregas a esa piedra,/ niño de ojos almendrados/ con el impuro pensamiento/ de derramarla contra el árbol?». Algunos críticos aburridos lo adscriben a una nueva corriente llamada ecopoesía o ecoliteratura. En serio. Luego todos juntos lo leemos en voz alta y nos aprendemos versos de memoria; lo cogemos y le hacemos su análisis morfológico completo y cada vez con más nostalgia y tristeza le explicamos las evidentes metáforas que encierra el texto y las sorprendentes personificaciones que lo alumbran y engrandecen. Cuando acaba la clase y toca el timbre de la alegría que anuncia la fiesta del recreo y el bocadillo arrugan el papel sin asomo de vergüenza y lo lanzan a la ecopapelera de plástico que han diseñado en Tecnología a cargo de los fondos europeos. En serio.