A ver, estaba cantado. Cuando se anunció que el Centre Pompidou abriría en Málaga su primera expansión por cinco años prorrogables a diez resultaba meridiano que la aventura duraría una década. Ninguna de las dos partes, el Ayuntamiento de la capital ni la matriz francesa, iban a descolgar los cuadros transcurrido el lustro: sería admitir un fracaso, y los franceses, en plena internacionalización con la apertura de otras sedes a corto y medio plazo, no iban a estar dispuestos a ello. Así que todo esto resulta un poco como en los conciertos de música: en la mayoría de los recitales los bises ya están presupuestados aunque los aplausos del respetable no sean particularmente atronadores, así que el salir y entrar de los músicos se ha convertido ya en un ritual más de un recital. Con esto, ojo, no quiero restar méritos ni importancia a la noticia, al hecho de que el Centre Pompidou Málaga estará con nosotros hasta el 2025. Como máximo, dijeron en 2015 los galos. Veremos si esa «complicidad» y «confianza» de la que se enorgullecen Málaga y Francia en este empresa terminan forzando otra prórroga, pero esta vez sí fuera de programa, motivada por los números (visitas, dineros) y los afectos (la acogida ciudadana, la imbricación del centro en el tejido social malagueño: ese intangible).

En cualquier caso, disfrutemos de estos siete años que nos quedan por delante y, sobre todo, aprovechémoslos para que cuando llegue el día en que los pompidous se marchen sepamos nosotros, los malagueños, con qué poblar el Cubo. Ése será el test que permitirá saber si la ciudad ha sabido aprovechar la oportunidad.