A veces, noto cómo mi cuerpo se prepara. Otras, un dolor punzante e intenso me asalta de improviso. En realidad, poco importa eso: no puedo elegir, tengo que aceptarlo. Y vienen las horas de molestia constante, las noches de mal dormir o de insomnio, la toma de pastillas para paliar el sufrimiento que me desgasta y altera. Me quita las ganas de todo y quisiera en esos momentos estar vacía, no ser nada. Huir de mi interior, de mi condición biológica de mujer, de mi cuerpo que me ata a un dolor que, aunque no esté, sé que va a volver, que nunca acaba de irse y siempre está presente, acechando. No puedo escapar, he de olvidarlo, afrontarlo, padecerlo. Así, cada mes. Y al mes siguiente otra vez.

Al principio, no sabes qué es. Notas que sangras más de la cuenta, los retortijones te invaden, te duele la espalda, el vientre, el estómago. Te asustas. Mucho. Acudes a la medicina; pruebas y análisis que te llevan a diagnósticos imprecisos. Hay quien te dice que hay mujeres a las que el período les resulta molesto, que el estrés influye mucho: tengo que cambiar mis hábitos cotidianos, comer mejor, hacer más ejercicio. Sirve de algo, pero no mucho. Me siento desorientada, confundida, culpable de un delito que no he cometido y que nadie sabe decirme cuál es. Tengo que seguir, así cada mes. Al siguiente, de nuevo vuelve.

Lo comento con mis amistades y encuentro una comprensión blanda, en la que, si me apoyo, me caigo. Sonrisas a media asta, palabras confortadoras de manual, incluso se cruza entre ellas alguna mirada de complicidad excluyente. Ya está nuestra amiga con sus exageraciones, como si la regla no nos molestase a todas. Siempre queriendo ser el centro de atención, me sueltan en tono de broma. Tómate un lingotazo de algo fuerte, eso ayuda. Me siento más sola, más dolorida. A ver si tienen razón y soy una hipocondríaca. Regreso a la medicina, otra vez me hacen pruebas y más pruebas: no hay indicios certeros que expliquen el dolor. Puede que sea migraña, dismenorrea, dolor de espalda irradiado, síndrome de colon irritable, gastritis, colitis. Pero no lo es. Los síntomas son cada vez más lacerantes, imborrables. El dolor ya es parte de mi rutina.

En el trabajo me miran raro. Me observan con la intención de descubrirme el truco, de que una vez por todas les diga que soy una vaga, que no me gusta trabajar y me invento esta función de enfermita para dormir hasta tarde e irme de compras por la mañana. Me lo dicen tanto sin decírmelo que me lo empiezo a creer. Procuro fingir, disimular, ser fuerte y pelear: antiinflamatorios, antiespasmódicos, masajes, pomadas, analgésicos. Mes a mes, sin tregua.

Un día, me lo dicen: tienes endometriosis. No sé qué es y me lo explican. Me siento aliviada en parte; entender lo que te pasa, saber lo que realmente te ocurre ayuda. Hasta cierto punto, porque aunque la padecemos miles de mujeres, no está reconocida como enfermedad en el catálogo de bajas laborales. No la padecen los hombres y, tal y como está montada la industria farmacéutica, eso significa que no van a investigar mucho para encontrar no ya un tratamiento que la cure: ni siquiera se van a molestar en buscar un remedio efectivo y concreto para que sea más llevadera. Te hundes, lloras. Y es entonces cuando encuentras a mujeres como tú, que te entienden y están organizadas. Sigue doliendo igual, pero ya no es lo mismo. Porque ahora sabes que eres una mujer de diez.

[La endometriosis es una enfermedad crónica. Consiste en el crecimiento anormal del tejido endometrial fuera del útero durante el ciclo menstrual; este tejido puede crecer en ovarios, recto, vejiga, zona pélvica e incluso en pulmones o cerebro y causa fuertes dolores, sangrado excesivo y en ocasiones graves problemas de salud. En la actualidad no se sabe con exactitud qué la origina ni existe un tratamiento que asegure su curación. Afecta a una de cada diez mujeres; en nuestra provincia, más de ochenta y dos mil malagueñas la padecen, dieciséis mil de ellas en estadios graves. Más información en www.adaec.org].