El malagueño Fernando Ramírez Baeza es un alto directivo en una empresa inmobiliaria que cotiza en el IBEX 35, pero también es un imaginativo dramaturgo capaz de bucear en las esferas de poder económico y político que conoce. Después del éxito con su primera obra Subprime en 2012, ahora presentó su segundo trabajo en el Teatro Cervantes. Con producción de Salvador Collado Faraday (El buscador) es un thriller sobre la utilización de las redes sociales, el manejo de los datos privados de todos los internautas y el poder de su control. La trama gira en torno a la posesión de Faraday, el potente buscador creado por un genio que a partir de la fotografía de una persona puede encontrar todas sus otras imágenes existentes en el mundo virtual para recabar toda la información posible sobre su vida. Ambientada en Nueva York con sus multinacionales, en el búnker de una empresa de seguridad que controla el distrito financiero de Manhattan desde un gran videowall con multiplicidad de pantallas, ordenadores y móviles, tres vigilantes de seguridad son sorprendidos por un atracador que quiere conseguir el prototipo del invento.

Se percibe el esfuerzo y la buena intención de la dirección y el desarrollo actoral, con una buena puesta en escena y el importante apoyo tecnológico que la historia requiere, pero cuesta entrar en su verosímil, en la acción trepidante, la tensión y la violencia. Las armas que van y vienen, los gritos, golpes y empujones nos acercan a las películas de acción norteamericanas, aunque no llegan a transmitir su emotiva ficcionalidad. También hay una buena cuota de melodrama, conflictos personales y familiares e identidades confusas como el género siempre requiere, con numerosos giros y golpes de efecto, aunque por momentos tanta información es un poco excesiva. La destrucción de la cuarta pared en el desenlace es interesante: el patio de butacas se ve en pantalla y los espectadores son alentados a utilizar sus móviles para grabar la escena, nos deja claro que cualquier acción pública o privada puede ser registrada y subida a la nube.

El Gran Crucero

En la Sala B del Teatro Cánovas tuvo lugar el estreno absoluto de El Gran Crucero, de La Pescadería Ambulante. Espacio que el Cánovas dedica a espectáculos con características que puedan acomodarse a un formato diferente al más convencional a la italiana. Ocasión para ver trabajos con características que se adentran en la exploración de lenguajes más experimentales. O también para disfrutar de espectáculos teatrales con una cercanía máxima que nos hacen sentir que la narración nos envuelve. Ese podría ser el objetivo de El Gran Crucero: envolvernos, liarnos, confundirnos. Porque el espectáculo de David Mena es engañoso sin dejar de querer serlo. Una apariencia de divertida parodia, de personajes estrafalarios y situaciones insólitas, poco a poco nos va desvelando que las metáforas esconden un espíritu plenamente poético, pero de esa poesía que tiene belleza de por sí, por las imágenes y por la retórica. Lírica, sí, pero también crítica. Muy de inventiva sátira. Con la actualidad, con el pasado. Con la herencia recibida, y con cómo la gestionamos aun siendo conscientes que la herencia podía venir envenenada o al menos corrompida. Desvelar la trama no tiene sentido. Existe la dramaturgia, perfectamente creada, una acertada historia, pero después de entregárnosla en el escenario ya pertenece a cada espectador. Hay algo que hace que los espacios íntimos roben a los autores el original y quede la versión que cada asistente percibe. La mirada, la expresión del actor que yo percibo cercana puede que no lo sea para otro. Y me quedo con muchas de esas miradas, con muchos de esos gestos sobresalientes que se pueden disfrutar del trabajo de los tres actores. Un ejercicio intenso y muy duro en algunos momentos, que consigue sobrecoger conforme avanza la historia de estos tres soldados que han de decidir entre rebelarse y conformarse. Y ese pellizco, ése, seguro que a usted también le alcanza.