Ocurre una vez al año, durante el equinoccio de primavera. No se sabe quién escogió este momento ni el propósito que se esconde detrás, pero el caso es que las estatuas de Andersen, Rockberto y Picasso cobran vida y se reúnen en la Casa de Guardia para tomar unos vinitos y ponerse al día de sus cosas. Procuran pasar lo más desapercibidos posible, pero sin intención alguna de esconderse; si alguien les preguntara, con toda naturalidad revelarían su identidad y hasta firmarían en una servilleta unos autógrafos que de otro modo sería imposible tener juntos. Lo único es que, hasta el día de hoy, nadie repara en tres amigotes que se ponen a charlar en una esquina, y aunque la risa de Rockberto ante las ocurrencias de Pablo y la seriedad cómica de Hans Christian es escandalosa, se diluye entre otras muchas risotadas que se escuchan en varios idiomas en la barra de madera centenaria salpicada por apuntes en tiza del bar con más solera de Málaga.

-Me gusta mucho el concepto de quinto -filosofa el autor de El patito feo mientras apura uno y pide otro-. Un formato de cerveza ideado para transmitir el frescor y que no le dé tiempo al líquido a calentarse con la temperatura ambiente. Obviamente, no tenemos quintos en Dinamarca: allí, en cuestiones cerveciles, cuanto más grande es todo, mejor. Y la cerveza está templada, jamás tan fría como en España.

-Tú tendrías que probar la litrona, amigo Hans. Los quintos están bien, pero la litrona tiene ese punto de compartir el instante que la hace especial. Otro equinoccio de estos, en vez de venirnos aquí, podríamos ir a donde el banco de Pablo en la plaza de la Merced y tomarnos allí una.

-Sí, hombre, lo que tú digas -protesta el aludido-; para una vez al año que me libro de las fotos de grupo y los selfies? Además, el gustito de tomarse un pajarete servido de su barrica no me lo quita a mí ni Velázquez que se viniera con las Meninas a invitarme a una litrona de esas.

-Es verdad que el pajarete resucita a un muerto -dice Rockberto, mientras se trasiega uno-. Pues vale, nos pillamos una litrona y nos vamos a Mundo Nuevo, que allí se está más tranquilito.

-Rockberto, déjalo estar, qué perra te ha dado. Voy a hacer una nueva versión de La princesa y el guisante: El cantante y la litrona.

-¡Muerde el rollo! Estaría guapo en verdad. En vez de largas trenzas y vestidos de organdí, un barbote y una chupa vaquera. Le podríamos poner música y cantarlo los tres cuando tengamos el puntito.

-Venga, vale, yo hago la ilustración para el cuento —dice Pablo.

-Ya se ha invitado sin pedir permiso aquí el pintor célebre. Si quieres colaborar, vale, pero me tienes que pintar de arlequín.

-¡De señorita de Avignon te voy a pintar, so exigente!

-Qué payazo eres, Picazo. Vete a por dos pajaretes y un quinto para el dinamarqués, anda.

-A ver, ni os lieis ni me lieis, que ya os veo venir -tercia Hans-. Que era solo una idea, yo ya escribí lo mío en su momento, si eso a ver si lo escucha algún escritor y se pone a ello. Y músicos y pintores también hay a montones, dejad algo para los demás.

-No ve el guiri, qué flojo -protesta Rockberto-. Pero tienes toda la razón, que nosotros ya cumplimos, y para unas horas que nos desestatuizamos, no vamos a comernos el tarro.

-Ya te digo -dice Picasso mientras paga las bebidas, desdiciendo su fama de tacaño-. Lo que me pregunto yo es por qué solo nosotros, y no hacen de carne y hueso, no sé, al marqués de Larios.

-Descarao, nos podía invitar a unos gin-tonics.

-Los asuntos de magia son inexplicables -arguye Andersen-. Yo he intentado averiguar el motivo de esto, pero las hadas, duendes y ogros que pueblan mis cuentos se encogen de hombros y me dicen: «Hans, no preguntes tanto y disfruta toda la eternidad del primer día de primavera».

-Pues no vamos a quitarles la razón a tus amigos -dice Picasso-. Aún nos queda un buen rato hasta las doce de la noche. ¿Qué os parece si esta vez nos asomamos al puerto, antes de que pongan ese mamotreto de hotel horroroso?