La OFM inició la recta final de la temporada con un programa tan interesante artísticamente como rupturista, al ubicarse en los confines de la forma clásica que dominaría la estética y el lenguaje musical de los cánones académicos dominantes en el diecinueve. Los tres compositores protagonistas de este último abono del conjunto malagueño constituyeron referentes independientes e inclasificables con ataques y feroz incomprensión dentro de los círculos aceptados por las distintas escuelas europeas. Todavía hoy, con desigual encaje, buena parte de los elementos introducidos por Wagner, Strauss o Nielsen siguen cosechando hostilidades entre el auditorio hasta el punto de tener que ser deglutirlos disueltos entre páginas del gran repertorio. Pero este hecho quedó fulminado para el único abono programado para el mes de abril. La propuesta artística de Hernández Silva nos sitúa a estos tres grandes músicos como ejemplos de maestría fundamentales para entender la evolución formal de los cambios entre los convencionalismos del diecinueve y la explosión del veinte.

Con toda certeza, sin la presencia en el podio de Pablo González, que fuera titular de la OBC, este concierto habría naufragado. Y sin embargo el director asturiano más que proeza realizó un ejercicio de dirección musical gracias a la confianza con la que los profesores de la OFM permitirían plantear la obertura de El holandés errante desde una perspectiva cercana al poema sinfónico, donde los leit desarrollan toda su fuerza descriptiva y a la vez dramática fundamentada en la continua contraposición de temas cabalgantes frente a otros cantabile.

La primera parte del concierto se cerraba con el Concierto para oboe y orquesta de Strauss de la mano del oboísta y director de orquesta H. Schellenberger. Los tres motivos que articulan este concierto se suceden sin solución de continuidad y descanso para el solista al que Strauss mantiene en continuo diálogo con la orquesta. Schellenberger dibujó un andante central cercano a lo sublime mientras que en los temas extremos dotó a la partitura de la necesaria carnalidad sólo posible con solista de altura.

Estrenada en 1922 la Quinta Sinfonía de C. Nielsen cerraba el concierto y en ella González reivindicaba la factura artística de la página pero también dejaba vez la personalidad del director español muy incisivo en las dinámicas, ejerciendo la dirección desde la contención en busca de las sonoridades y coherencia interna de la sinfonía.